Somos animales hablantes. A través de las palabras nuestra animalidad se eleva sobre sí misma.
Por eso, cuando hablamos somos más personas. Necesitamos hablar más y mejor.
Más, porque muchas personas viven como encapsuladas en sí mismas, sin apenas comunicarse
con los demás. Mejor, porque estamos preparados para mensajes más ricos que los
que prodigamos en WhatsApp o en las
redes sociales. Naturalmente, para que uno hable es preciso que alguien
escuche. No abundan las personas dotadas del arte de la escucha. Vamos siempre
tan deprisa, tenemos tantas cosas que hacer, que olvidamos las más necesarias.
Una de ellas es escuchar a los demás. Quizás una de las experiencias más
tristes de los últimos días ha sido visitar una residencia de mayores, saludar
a todos, pero no poder hablar con cada uno el tiempo que él o ella hubiese
requerido. Hay mucha soledad en los ancianos. A menudo están bien cuidados
(alimentación, higiene, etc.), pero no abundan los voluntarios dispuestos a
escuchar con empatía y buen humor las “batallitas” de los mayores que, en
realidad, son como un SOS para paliar su soledad.
Si algo aportan
las vacaciones, además de descansar y viajar, es la posibilidad de escuchar con
atención y de hablar con calma. Uno puede prescindir de la televisión, de internet,
del teléfono móvil, y practicar a cara descubierta el arte más antiguo: la
conversación. Me gusta mucho observar cómo conversan las personas mayores.
Pueden estarse horas interminables compartiendo experiencias, apoyándose
mutuamente y, si llega el caso, haciendo un repaso crítico de otras personas. Sí,
también una cierta dosis de murmuración forma parte de sus diálogos. Los
jóvenes tienen otra forma de relacionarse. Por lo general, sus conversaciones
son más breves y entrecortadas, se alternan con furtivas consultas a la
pantalla del móvil para comprobar si han entrado nuevos mensajes, no siguen el
hilo durante mucho tiempo. Los temas empiezan y terminan como los videoclips. A
algunos jóvenes no les gusta hablar. Prefieren refugiarse en el castillo de sus
músicas, series y juegos. En ese mundo virtual se sienten menos expuestos y confrontados
que en el intercambio visual y verbal con sus coetáneos. Y no digamos nada con
el incomprensible mundo de los adultos.
El arte de la
conversación es más antidepresivo que muchos fármacos de consumo habitual.
Cuando alguien nos habla con respeto y confianza está reconociendo nuestra
identidad. Cada vez que alguien se dirige a mí me está diciendo: “Tú existes. Te reconozco. Te aprecio”.
El rostro y la voz de la otra persona se convierten en un lugar de revelación.
Cuando yo escucho lo que me dicen y asiento con íntimo reconocimiento, estoy
afirmando a la persona que me habla, estoy acogiendo su misterio. Por eso,
hablar nos construye como personas. Y no solo eso. Una buena conversación
supone siempre un acto exploratorio. Vamos más allá de nosotros mismos.
Atravesamos los límites de nuestro territorio. Nos internamos en un espacio de
infinitud que abre nuestros corazones al misterio de Dios, quizá no para
adorarlo como tal, pero sí, al menos, para barruntarlo como una condición de
posibilidad de nuestra propia existencia, de nuestros anhelos y búsquedas. Conversar
nos hace más humanos y más divinos, pone en marcha procesos de búsqueda y
encuentro, activa lo mejor de nosotros mismos, desata nudos, aclara
malentendidos, potencia lo bueno y bello, refuerza la esperanza. Las vacaciones
son una oportunidad extraordinaria para practicar este arte. No sería razonable
perderla en beneficio de otras actividades que parecen más guay, pero que dejan el corazón vacío y el cuerpo estresado.
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