Tengo abierta la ventana de mi cuarto. A esta hora matutina la temperatura es fresca. Oigo de
lejos el ruido de los coches que circulan por la carretera que une El Escorial
con Guadarrama. Oigo de cerca el canto de los jilgueros que empiezan la jornada
con alegría. Me dispongo a afrontar el último día del taller que he impartido
en este rincón de la sierra madrileña, a cuatro pasos del imponente monasterio
de El Escorial. Mientras hago balance de la experiencia vivida, pienso en el
misionero claretiano que ha sido secuestrado en el norte de Camerún, en el coetáneo
fallecido hace un par de días a consecuencia de un coma diabético, en la
incierta situación política en España, en las personas que encontraré en los
próximos días, en la figura de santo
Domingo de Guzmán cuya fiesta celebramos hoy, en los viajes y proyectos
que me aguardan en las próximas semanas, en las personas que tal vez están
esperando un gesto de cercanía, en el encuentro de jóvenes claretianos de Asia oriental, en las próximas fiestas patronales de mi pueblo
natal… Me sorprendo de la capacidad que tiene la mente humana para colocar cada
cosa en su sitio o, por lo menos, para no sentirse perdida en el mar de acontecimientos,
personas, ideas y emociones. Y como hago a menudo, repito varias veces una
frase que se ha convertido en estribillo de mis vaivenes misioneros: “En tus manos, Señor, encomiendo mi vida”.
A medida que pasa
el tiempo y se suceden tantos cambios vertiginosos en el campo de la ciencia,
la tecnología, las comunicaciones, la economía, la política y la ética, se me hace más evidente la necesidad de
estar anclado en Alguien que no pasa, no porque sea una mole granítica, sino
porque es un amor fiel, imperecedero. Cambia como cambia el amor, siendo
siempre el mismo y siempre distinto. Sin esta experiencia fontal, me pregunto
cómo podría resistir tantos cambios sin sentirme deshecho. Me pregunto dónde
encuentran su unidad interior las personas que no creen en Dios, qué o quién les
permite mantener una vida serena y armoniosa en medio de las continuas
transformaciones. Es verdad que los seres humanos podemos convertir algunas
realidades en pasiones. Conozco a gente que vibra con su trabajo creativo, con
su ilusión por el fútbol o la política o con algunas relaciones que considera esenciales en
su vida, pero percibo una distancia insalvable entre estas pasiones y la pasión
por Dios. Las primeras producen exaltación; la segunda, exultación. No hay
color. Se me hace difícil expresar la diferencia con palabras inteligibles,
pero creo saber a qué me estoy refiriendo. O tal vez es más un anhelo que una
realidad poseída. En el campo de la fe no poseemos nada. Nos sabemos poseídos
por un Amor que nos supera.
Me llega la hora
de la oración matutina. Tengo que cortar aquí la entrada de hoy. Mi ventana da al este, así
que veo el sol naciente. Ver amanecer en una mañana de verano es una experiencia
de resurrección. Aunque solo sea por esta dicha, merece la pena madrugar. ¡Si
supiéramos leer con más sagacidad el libro de la naturaleza en el que Dios nos
transmite los mensajes esenciales acerca de la vida! Admiro a las personas que
tienen esta capacidad. Ellas son como centinelas del Absoluto en un mundo que
ha maltratado la naturaleza, que la ha explotado impunemente, que ha despreciado
su sabiduría con desdén. Estamos dándonos cuenta ahora de nuestro orgullo
insensato. Es quizás un poco tarde, pero más vale tarde que nunca. El verano se presta a un cursillo acelerado de sabiduría ecológica, sobre todo para quienes vivimos sometidos al estrés de la ciudad.
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