Se suele decir que son las madres (y las abuelas) quienes transmiten la fe cristiana a los más pequeños de la familia. Se suele decir que en las celebraciones dominicales hay
más mujeres que hombres. Se suele decir que la Iglesia no sería nada sin las
mujeres. Todo esto es lo que se suele decir, aunque el actual clima feminista está mutando mucho estos indicadores tradicionales. De todos modos, ¡hasta el papa Francisco ha insistido en llamar a una mujer, María Magdalena, la “apóstola
de los apóstoles” para poner de relieve su papel de testigo de la muerte y resurrección
de Jesús! Fue ella, en efecto, quien estuvo, junto a María de Nazaret, al pie de la cruz y
quien comunicó la buena noticia de que Jesús estaba vivo a los huidizos apóstoles
varones. Sin negar nada de todo esto, parece que, a la hora de la verdad, las
actitudes y conductas religiosas de los varones (sobre todo, del padre de
familia) ejercen en los hijos un influjo muy superior a las de la madre. En
otras palabras, que cuando un padre de familia es creyente y se comporta como
tal, los hijos (sobre todo, los varones) suelen vivir con más naturalidad e intensidad la fe. No sé la dinámica psicológica
que hay detrás de este fenómeno, pero la intuyo. Si la fe se asocia solo a la
figura de la madre (de la mujer, en general), parece lógico que cuando los
niños, al llegar a la edad de la adolescencia, aspiran a desembarazarse de todo lo que les recuerda
su dependencia materna infantil, la religiosidad se resienta. La fe y la práctica religiosa suelen entrar en
ese paquete de consejos maternos superados.
Lo compruebo en
muchos adolescentes y jóvenes de mi entorno, incluso en muchachos que durante
su infancia han sido sensibles al hecho religioso. Llegados a los 13 o 14 años,
se sienten obligados a pasar un “rito de iniciación” del que pocos se sustraen.
Este rito, no compilado por escrito en ninguna parte, consiste en comenzar a beber alcohol y fumar tabaco, acercarse al mundo de las drogas, decir palabras
malsonantes, ver pornografía en internet, juguetear con el sexo, exhibir
músculo, participar en fiestas nocturnas y, por supuesto, abandonar las “niñerías”
religiosas. La mayoría de los padres varones no participan regularmente en la
vida eclesial. ¿Cómo va a participar un adolescente de 15 años que quiere
hacerse adulto cuanto antes si ve que su padre adulto ha abandonado la práctica de la fe que dice profesar? Aunque nadie se lo diga explícitamente, el mensaje
que él percibe es, más o menos, este: “La
religión es cosa de niños y de mujeres. Yo, como adulto, estoy ya libre de
estas tonterías. Si fuera una cosa importante, mi padre estaría ahí. Dado que
casi nunca está, es obvio que se trata de una cosa de poca monta”. En este
contexto, se comprende mejor por qué la fe del padre es tan decisiva. Que una
madre (o una abuela) le insistan mucho al adolescente en que tiene que ir a
misa el domingo o en otros asuntos religiosos se interpreta como “lo normal”. Es
la cantinela esperada. Por eso, no es necesario prestarle mucha atención. Pero
que un padre (o un abuelo), sin decir nada, muestren una actitud religiosa y
una práctica consecuente es un poderosísimo mensaje que el adolescente entiende
sin muchas explicaciones añadidas, aunque no siempre lo secunde.
Creo que
necesitamos estudiar mucho más el “cristianismo masculino”. Los cristianos varones (padres
o no) deberíamos superar los viejos complejos y mostrar una vivencia de la fe
serena, moderna, alegre y consecuente. Ya es hora de dejar de asociar la fe y
la participación en la vida de la Iglesia casi exclusivamente a las mujeres. Por
desgracia, sobre todo en los contextos rurales, veo a muy pocos varones jóvenes
que tengan esta templanza de ánimo como para no dejarse llevar por los tópicos
tradicionales. Se requiere madurez intelectual y afectiva, una fe sólida y
mucha hombría. Pocos van contracorriente sin una experiencia religiosa fuerte. Estoy
convencido de que muchos adolescentes y jóvenes vivirían su proceso de fe (incluyendo
las normales dudas y crisis) si vieran que sus padres –y los hombres, en general–
vivieran su vocación cristiana sin miedo, sin complejos, con una actitud
abierta, respetuosa y coherente. Profundizar en el “cristianismo
masculino” va a exigir desinflar tópicos, cuidar la formación y encontrar
expresiones litúrgicas que vayan más en la línea de la psicología masculina. Me
sorprende mucho en mi pueblo natal –pero supongo que lo mismo sucede en otros– que
en las celebraciones dominicales abunden las mujeres mientras que las cofradías
estén formadas mayoritaria o exclusivamente por varones. Son las paradojas de la vida.
Gracias Gonzalo por esta reflexión, me ha hecho pensar mucho que sí tengo la suerte...
ResponderEliminarMe emocionó escucharlo una vez a mi hijo preguntándome: papá, Dios es bueno, verdad? "Sí, por supuesto, pero... Por qué me lo preguntas?" Porque tú eres bueno, eres el mejor padre e imagino que nuestro Padre del cielo también.
Me siento orgulloso ver a mi hijo preparándose para confesarse. Muy feliz por rezar juntos. Pasar el tiempo juntos. Hijo y padre, padre e hijo, una comunión de varones de varias épocas. Una comunión puesta sobre la roca de la fe y del amor.
Gracias a Dios soy un varón creyente y tengo una experiencia profunda del amor misericordioso del Padre. Soy feliz por tener al Dios Padre tan bueno. No podía sentir nunca este amor y la ternura por parte de mi pobre padre terreno. Nunca escuché palabras de afirmación por él. El desierto de paternidad y la búsqueda del amor paterno me costó dolor y soledad con demasiada frecuencia. Muchos años buscaba este tipo de amor.
Pero al descubrir ya qué es el amor verdadero y quién es el mejor
Padre tengo la paz en mi corazón y voy aprendiendo cómo ser un padre bueno. No es fácil pero paso a paso mi amor paterno se hace más fuerte. Mi fe hace nacer la fe de mi hijo y no es por insistirle sino por un simple ejemplo. Evangelización sin decir ni una palabra.
Dios Padre me enseñó ser padre y papá para mis hijos.
Sí, tengo la suerte... Mejores saludos desde Polonia