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domingo, 25 de agosto de 2019

Los pequeños sí caben

Sorprende que Lucas, el evangelista de la misericordia y la alegría, ponga en labios de Jesús palabras tan duras como las que leemos en el Evangelio de este XXI Domingo del Tiempo Ordinario. Hace tres años escribí ya sobre el significado de este fragmento. Hoy quiero hacerlo desde otra perspectiva. Todo comienza con una pregunta que le hace a Jesús un personaje anónimo (es decir, cualquiera de nosotros): “Señor, ¿son pocos los que se salvan?”. Esta es una pregunta que los seres humanos nos hemos hecho de diversas maneras a lo largo de la historia, a veces con tintes angustiosos. No percibo que hoy sea una gran preocupación. Se han invertido los términos. Da la impresión de que no es Dios quien tiene que salvarnos, sino que somos nosotros los que tenemos que “salvar” a Dios de un arrinconamiento imparable. ¡Tremenda paradoja! Muchos contemporáneos hacen suyas las palabras del cantante español Víctor Manuel: “Déjame en paz, que no me quiero salvar, que en el infierno no estoy tan mal”. Entiendo la rabia de estas palabras. Vivimos en un mundo en el que muchos (políticos, científicos, sociólogos, médicos, adivinos, etc.) quieren salvarnos del cáncer, de la depresión, del desempleo, del aburrimiento y hasta de la obesidad y la calvicie. Frente a tantos salvadores de medio pelo, es comprensible una reacción de hastío: “Déjame en paz”.

Jesús no se deja atrapar por la cuestión del “número” de salvados, tan del gusto actual de los Testigos de Jehová y de otras denominaciones cristianas. Su enfoque no es cuantitativo sino cualitativo. Se trata de entrar por la “puerta estrecha”. Los obesos espirituales, los engreídos, los “agrandados”, los que se consideran “peces gordos” no caben por ella. Por el contrario, no tienen ningún problema los niños. La cruzan como Pedro por su casa. El mensaje es claro y coincide con otras palabras de Jesús: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 28,3). Esto es lo que cuenta de verdad: una actitud de sencillez, humildad y apertura a la gracia. Todo lo demás, incluso lo que consideramos “religioso”, no tiene ninguna importancia si no es expresión de un espíritu de niños. Resulta duro escuchar de labios de Jesús unas palabras que pueden estar dirigidas a cuantos nos consideramos de “los suyos” por el hecho de frecuentar la iglesia: “No sé quiénes sois” y “No sé de dónde sois”. Jesús no reconoce ni la identidad ni la procedencia de quienes vivan con una actitud orgullosa y autosuficiente, mirando por encima del hombro a los demás.

La conclusión del Evangelio resulta también provocativa: “Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”. Estas palabras resultan ofensivas para los judíos, que se creían depositarios de las promesas de Dios. Pero hoy pueden ser aplicadas también a algunos países que se creen “el ombligo del mundo” y miran con superioridad al resto. Tampoco se libra la Iglesia cuando cae en la tentación de considerarse pura y no tiene la humildad suficiente para reconocer las muchas semillas de bondad que hay dispersas por todas partes. No hay nada más contrario a la verdadera salvación de Jesús que creerse salvados por méritos propios y despreciar a quienes consideramos pecadores empedernidos. El verdadero criterio que dirime la salvación no es tanto el de “fe/no fe” cuanto el de “amor/autosuficiencia”. Por eso, ni están todos los que son ni son todos los que están. La conclusión no es una suerte de pavor ante un Dios arbitrario que puede hacer de nosotros lo que le plazca, sino una fuerte –incluso apremiante– llamada a hacernos como niños para que quepamos sin problemas por la puerta que conduce a la vida plena. No sé si la mentalidad contemporánea –tan orgullosa de haberse conocido– está por la labor. Las palabras de Jesús son claras.

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