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lunes, 26 de agosto de 2019

Quiero hacer algo

No es raro que al final de una misa alguien se acerque al sacerdote y le diga algo parecido a esto: “Me ha gustado mucho su homilía”. Es probable que en muchos casos la persona no recuerde exactamente qué le ha gustado y por qué. El “me ha gustado” no se refiere tanto al contenido cuanto a la impresión subjetiva. No seré yo quien desdeñe el valor emotivo de las palabras. No siempre es necesario que una homilía (o cualquier otro tipo de alocución) ponga el acento en un contenido (como si fuera una clase) y ni siquiera en un compromiso. A veces, el efecto transformador tiene que ver con una experiencia de paz y alegría o con un estremecimiento estético. La belleza (y no solo la acción) es una forma de fe. En otras palabras: no siempre hay que esperar una decisión práctica como fruto de una buena homilía. El crecimiento en la fe, la esperanza y la caridad es lo menos visible y lo más práctico. Sin embargo, no es menos cierto que una buena homilía –si es un fiel eco de la Palabra de Dios– tiene que impulsar a “poner en práctica” esa Palabra. Jesús lo dijo con claridad: “Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 11,28).

Muchas veces me he preguntado por el efecto de nuestras celebraciones dominicales y, en particular, de las homilías. ¿Para qué sirven? Puede resultar algo tópico, pero se sigue escuchando eso de: “Mira fulano de tal, mucha misa, mucha comunión, y luego es un capullo [perdón por esta expresión barriobajera]”. Todos somos frágiles y no estamos nunca a la altura de la Palabra que escuchamos y del Cuerpo y la Sangre que compartimos. La Eucaristía no es el banquete de los puros, sino la mesa de los pecadores. Pero ser frágiles no significa que tengamos que ser hipócritas. El frágil es aquel que sabe hacia dónde debe caminar, pero tropieza, cae, se levanta y sigue caminando. El hipócrita es el que muestra una conducta pública (por ejemplo, participar en la Eucaristía dominical) que no se corresponde con sus verdaderas motivaciones en la vida privada (por ejemplo, extorsionar, ser deshonesto, mirar a los demás por encima del hombro, etc.). Es normal que algunos agnósticos y bautizados que no participan en los sacramentos se escandalicen de las conductas hipócritas. Pero, más allá de estos casos extremos (quizás más frecuentes de lo que uno tiende a imaginar), la preocupación por los frutos de las celebraciones sigue en pie. ¿Hasta qué punto nos tomamos en serio la fuerza transformadora de lo que celebramos? Creo que fue Paul Claudel quien dijo aquello de: “Miradlos, bajan del Calvario [es decir de la misa] y van hablando del tiempo”. Es una forma irónica de decir que entre lo que celebramos y lo que vivimos se da con frecuencia una brecha que impide un mínimo de coherencia.

Sin caer en una versión puramente ética de la fe, sería bueno que al final de cada celebración pudiéramos preguntarnos: “¿Qué puedo hacer para poner en práctica lo que la Palabra de Dios me ha inspirado, en algunas ocasiones con la ayuda de la homilía del presidente de la celebración?”. No todos los días podemos formular grandes compromisos, pero sí pequeñas decisiones que nos van ayudando a crecer como discípulos. Puede que algunas tengan que ver con nuestra vida de oración. Siempre es posible mejorar su calidad, escoger un lugar y tiempo oportunos, enriquecerla con algunos libros espirituales. Es muy probable que las decisiones tengan que ver con nuestra relación con los demás. Siempre podemos pedir perdón a las personas a quienes hemos ofendido o ignorado. O dedicar un tiempo a quienes viven o se sienten solos. O, si nuestras condiciones lo permiten, ofrecernos como voluntarios para algún servicio social. O ayudar económicamente a quien lo precise. ¡Hay tantas pequeñas cosas que están al alcance de la mano y que sin darnos cuenta, nos van cambiando por dentro y cambian un poco el entorno en el que vivimos! Si una homilía, además de gustarnos e iluminarnos, nos anima a “hacer algo” estará en la dirección correcta.

2 comentarios:

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