martes, 6 de noviembre de 2018

Concierto de silencio

El silencio de este lugar se toca casi con las manos. Pasar de la ruidosa Roma a la silenciosa campiña inglesa en el condado de Cambridgeshire es un privilegio. ¡Hasta se me ha curado el dolor de garganta! También ha contribuido – todo hay que decirlo – el tarro de miel que me ha regalado una española leonesa casada con un inglés y que lleva viviendo muchos años en este lugar. Ayer, aprovechando la tranquilidad de la tarde, callejeando por el pueblo, me acerqué al pequeño cementerio en el que yace una docena de claretianos. Oré ante sus tumbas. Los misioneros claretianos dedicamos un día al año – el 5 de noviembre – a orar de manera especial por nuestros hermanos, parientes y bienhechores difuntos. Recordarlos ante el Señor se convierte en un momento de serenidad y gratitud. El otoño ha pintado el paisaje con la paleta de verdes, amarillos, rojos y ocres. A diferencia del tiempo con el que salí de Roma, en Buckden no llovía. La temperatura era suave, aunque, al caer la noche, descendió bastante.

Hasta este lugar tranquilo me llega la noticia de que ayer, en Madrid, un exreligioso de La Salle fue condenado a 130 años de prisión por abusar de menores. Es un caso más de una larga serie. La página Religión Digital se compromete a dar información puntual y objetiva sobre este tipo de casos. Lo mismo está haciendo algún periódico de información general, aunque no es fácil saber si hay segundas intenciones en tal empresa. Por supuesto que el asunto no es nada agradable, ni para las víctimas ni para los victimarios y responsables. La credibilidad de la Iglesia (y, en especial, de los sacerdotes y religiosos) se tambalea, las posibilidades de chantaje aumentan, pero es necesario luchar de la manera más eficaz posible contra una lacra que ha permanecido escondida durante demasiado tiempo y que ha provocado un dolor irreparable. Acompañar a las víctimas y restaurar la confianza son tareas prioritarias. Se mire por donde se mire, queda mucho por hacer. Lo más importante no es solo condenar a los culpables, por más que sea imprescindible hacerlo, sino crear una cultura de transparencia, respeto y control que impida que se sigan dando casos de este tipo. Y, si se dan, proceder con rapidez, objetividad y justicia.

Mientras tecleo estas notas escucho las campanas de la iglesia anglicana, contigua a nuestro viejo castillo. Me dicen que todos los lunes por la noche, a eso de las nueve, hacen un ensayo que puede durar más de una hora. Me cuesta imaginar algo semejante en otros lugares. Enseguida llegarían las protestas de algunos vecinos enojados. Aquí, en este pueblo inglés, es una tradición. Y ya se sabe que si hay algún país orgulloso de sus tradiciones, ése es Inglaterra. El tañido de las campanas al comenzar las primeras horas de la noche no me resulta molesto. Casi diría que supone un contrapunto necesario al silencio. Los toques de las campanas constituyen los sonidos del silencio. Ponen serenidad y cordura en medio de la vorágine de noticias y acontecimientos que llenan cada jornada y que, a menudo, nos dejan un sabor amargo. Entre el ruido constante de los coches en mi calle romana y el tañido suave de las campanas de Buckden, no tengo la más mínima duda: me quedo con las campanas. Compadezco a quienes nunca han tenido una experiencia semejante y se han tenido que contentar con los ruidos de la civilización moderna. Los ruidos urbanos aturden y ensordecen. Los sonidos de la campana hacen que el silencio se vuelva elocuente. Se disciernen mejor las cosas con menos decibelios. 

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