viernes, 16 de noviembre de 2018

Cómplices

Es probable que el salmo 50, que he recitado hace unos minutos en la oración de la mañana, haya despertado en mí la conciencia de que todos somos cómplices del mal que asola nuestro mundo: Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. No se trata de echar sobre nuestros débiles hombros una carga pesada más, sino de ser conscientes de que todos nos influimos para el bien y para el mal. Vivimos en una red en la que ninguna de nuestras acciones es inocua, todas tienen su impacto en los demás y en la naturaleza. El mero hecho de tomarme una Coca-Cola en un gran vaso de plástico que luego arrojo en cualquier rincón afecta a la salud de nuestro planeta. Las palabras que digo, las acciones que hago, mis omisiones… todo condiciona mi vida y la de los demás. Me sorprendo cuando algunas personas, con más ingenuidad que malicia, dicen: “Yo llevo una vida normal, no me meto con nadie”. Esa supuesta vida “normal” es el resultado de acciones y omisiones de las que no siempre somos conscientes. El hecho de votar a un determinado partido político o de no votar a ninguno, el hecho de comprar determinados productos, relacionarnos con ciertas personas, ver algunos programas de televisión o navegar por internet… todo nos hace “cómplices” de lo que sucede en nuestro mundo.

De unos años a esta parte, la palabra “cómplice” –que antes se asociaba a la cooperación en un crimen o un delito, aunque sin ser autores directos– ha adquirido un significado más positivo, hasta el punto de que la primera acepción registrada por el diccionario de la RAE es “persona que manifiesta o siente solidaridad o camaradería”. Yo no me refiero ahora a este tipo de “complicidad” positiva sino a la cooperación indirecta en los males de nuestro mundo. Si fuéramos más conscientes, es probable que pudiéramos evitar los extremos a los que hemos llegado. Se suele decir que el mal avanza más por la negligencia de los buenos que por las acciones de los malos. Transigimos con demasiada negatividad para no complicarnos la vida. Intuimos o sabemos que algunas personas trafican con droga, defraudan al fisco, extorsionan a los más sencillos, engañan a sus cónyuges, explotan a menores, pagan mal a sus obreros, abusan del alcohol y del tabaco, ensucian las calles, se sirven de los inmigrantes, pero… ¿quién le pone el cascabel al gato? Pocos quieren correr el riesgo de ser señalados con el dedo o de buscarse problemas “innecesarios”.

Esta connivencia con el mal nos hace cómplices hasta un extremo que, solo desde una profunda experiencia de fe, se percibe en toda su magnitud: nos hace cómplices de la muerte de Jesús. Su asesinato no fue solo un asunto de las autoridades judías y del brazo militar romano. En realidad, todos los seres humanos somos cómplices de la muerte de Dios. Hemos preferido nuestra seguridad a la verdad, nuestra comodidad a la justicia. Seguimos “matando” a Dios cuando dejamos que el odio sea más fuerte que el amor, cuando no asumimos el riesgo que supone vivir en verdad y trapicheamos con ella. La reacción de Dios no es la venganza. A todos los “cómplices” en la muerte de Jesús, Dios nos ofrece cada día la oportunidad de ser “cómplices” de su resurrección. Dios vence el mal a fuerza de bien. Donde nosotros ponemos indiferencia o pecado, Él pone siempre preocupación y gracia. Existe en nuestro mundo un mercado común de la injusticia, pero existe también –por la fuerza del Espíritu del Resucitado– una mesa común del amor y de la solidaridad, de la que somos cómplices por la fe y el Bautismo.  Esta “complicidad” es la que mantiene nuestro mundo vivo, a pesar de los pesares.


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