Me duele la garganta

Dentro de unas horas viajo a Inglaterra, más concretamente a Buckden Towers, un delicioso rincón de la campiña inglesa en el que la mayoría de la gente vota a favor del Brexit, sale de casa con el paraguas en la mano y todavía sigue tomando el té a las cinco de la tarde como si el Imperio británico siguiera vivo. Será un viaje breve. Podría ser encantador si no fuera por un incómodo dolor de garganta que no me deja en paz desde hace tres días. He probado de todo, menos lo que tal vez sería recomendable: ir al médico. El sacristán de la basílica del Cuore Immacolato di Maria me recomienda un batido de miel y jugo de limón que, según él, es mano de santo; un compañero insiste en las gárgaras con agua salada; otro me sugiere una infusión de ajo porque el fruto es un antibiótico natural; el enfermero me pasa unas pastillas mentoladas que hacen milagros… En fin, que no puedo quejarme de falta de consejos, pero la verdad es que hasta ahora ninguno ha sido eficaz. Cada vez que trago saliva siento que una garra invisible me atrapa al comienzo del esófago. Demasiado acostumbrado a gozar de buena salud, me molesta tener que lidiar con esta incomodidad que dificulta mi trabajo. ¡Y más todavía sabiendo que la voz es uno de mis instrumentos fundamentales! En fin, ajo (nunca mejor dicho) y agua.

Estas pequeñas incidencias me hacen comprender mejor las situaciones de quienes tienen que enfrentarse todos los días a enfermedades degenerativas, a parálisis de diverso grado o a cualquier tipo de limitación provocada por la falta de salud. Pîenso de manera especial en las 12 personas que han muerto en Sicilia a consecuencia de las fuertes lluvias que estos días asolan Italia. Se suele decir que solo comprendemos lo que vale la salud cuando la perdemos. Pequeñas pruebas como mi dolor de garganta me ayudan a ser agradecido y comprensivo. No puedo dar por descontado que siempre voy a estar sano. La salud es un regalo que debo agradecer cada día porque me permite disfrutar de la vida y entregarme a los demás con fuerza y ánimo. La comprensión hacia los enfermos es otra lección añadida. ¿Cómo se le puede pedir a una persona sometida a la prueba de la enfermedad que siempre esté de buen humor, tenga ganas de trabajar y vaya por la vida como si estuviera en una pista de patinaje? Solo cuando experimentamos en carne propia el zarpazo del dolor, aunque sea en dosis mínimas, comprendemos a quienes lo padecen a diario, a los hombres y mujeres que han hecho de él su “territorio comanche”. Me arrepiento de muchos juicios apresurados por no haber tenido en cuenta este elemental criterio de interpretación.

Sigue lloviendo sobre Roma. Es una buena preparación para la fina lluvia británica. Esperemos que el exceso de humedad no se cebe más con mi lastimada garganta y que pronto pueda tragar un buen pudding inglés sin sentir que me araña por dentro. Tras varias semanas de quietud romana, comienza de nuevo el éxodo. La vida de un misionero es, por definición, itinerante. Si, además, como es mi caso, tienen confiado un servicio de animación mundial, la itinerancia se multiplica en el tiempo y el espacio. Lo que importa es colocar desde el principio la clave adecuada. En cualquier lugar hay seres humanos de los que uno puede aprender. En cualquier lugar se puede querer a la gente. En cualquier lugar está Dios ofreciéndonos nuevas oportunidades. No creo que resulte pedante decir que la verdadera patria de un misionero es el mundo entero, incluso si el dolor de garganta le roba un poco el buen humor y le impide disfrutar como sería deseable.