domingo, 4 de noviembre de 2018

Dos en uno

Falta poco para que termine un año litúrgico en el que hemos leído el Evangelio de Marcos, el más corto y el más antiguo de los cuatro canónicos. El fragmento que se nos propone en este XXXI Domingo del Tiempo Ordinario sitúa a Jesús en Jerusalén, después de un lento camino (físico y espiritual) desde Galilea. Hay gente de la capital que está tramando cómo acabar con él. El Nazareno resulta demasiado molesto. Pero hay personas que quieren saber de buena fe cómo se sitúa Jesús ante algunos problemas de su tiempo. Uno de ellos tenía que ver con la interpretación de la Ley. Los rabinos hablaban de 613 mandamientos, de los cuales 365 (como los días del año) eran preceptos negativos (es decir, acciones que había que evitar) y 248 (como los miembros del cuerpo humano) eran preceptos positivos (es decir, acciones que había que cumplir). 

En esta selva de mandatos, ¿cuál era el más importante? El debate estaba servido. Muchos escribas defendían que el mandamiento más importante era la observancia del sábado; otros consideraban que el principal era el no tener otros dioses. El famoso rabí Hillel acuñó una fórmula que sigue vigente hoy: “Lo que no quieras para ti, no lo hagas a tu prójimo; esta es toda la ley, el resto es solo comentario”. Del rabino Simón se cuenta que decía: “El mundo se apoya en tres pilares: la ley, el culto y las obras de amor”. ¿Qué dice Jesús al respecto? Su respuesta es conocida. Alude, en primer lugar, al mandamiento del Deuteronomio que todo israelita piadoso, incluso hoy, recita tres veces al día: “Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas”. Pero es curioso que a la tríada “corazón, alma y fuerzas” del Deuteronomio, Jesús añada un cuarto elemento: la “mente”. El amor a Dios debe ser también racional. El creyente no se abandona a sentimientos absurdos, sino que ama con todo lo que es y tiene, también con su mente.

A continuación, sin que el escriba se lo pida, Jesús añade un segundo mandamiento tomado del libro del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18). Este segundo mandamiento se pone al mismo nivel que el primero (en Mateo), se convierte en central (en Lucas) y acaba expresando el verdadero amor a Dios en Juan y en los escritos paulinos. En realidad, los dos mandamientos constituyen uno solo: “Si uno dice que ama a Dios mientras odia a su hermano, es un mentiroso. Quien no ama a su hermano, miente; porque si no ama al hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20). Es la mejor interpretación de lo que Jesús quería transmitir al escriba. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo.

Hoy muchas personas de buena voluntad se hacen la pregunta a la inversa: ¿Se puede amar a los seres humanos sin amar a Dios? En la Biblia, esta posibilidad es tan impensable, se sitúa tan fuera de su horizonte, que ni siquiera se plantea. Es una pregunta típicamente moderna, propia de las sociedades secularizadas. Para la Biblia, si un ser humano ama a otro, esto solo es posible por la acción del Espíritu de Dios, porque el amor solo puede venir de Dios (cf. 1 Jn 4,7), aunque no seamos conscientes de este origen divino y creamos que se trata de una acción nuestra.

Vengamos a nuestro presente. Desde hace semanas está en marcha una inmensa caravana que, partiendo de Honduras y otros países centroamericanos, se dirige a los Estados Unidos. Los medios de comunicación están dando abundante cuenta de esta “tragedia humana”. Pero, ¿por qué emigran estos miles de hombres y mujeres? Uno podrá estar más o menos de acuerdo con los motivos de la marcha y con la actitud de las autoridades estadounidenses, pero hay que reconocer que estamos ante un hecho –uno más– que muestra hasta qué punto vivimos en un mundo injusto e inhumano, que obliga a muchas personas a acciones heroicas para sobrevivir. Los obispos de Honduras han expresado en un comunicado su preocupación y su apoyo a los migrantes en camino. Algo parecido han hecho los obispos mexicanos y también algunos estadounidenses, a sabiendas de que sus actitudes no gustan a sus respectivos gobiernos y de que tal vez sean objeto de represalias.

Uno, desde la comodidad de su casa, podría poner algunas objeciones con la ley en la mano, pero la historia no se escribe siempre a base de guiones razonables y bien estructurados. La vida salta a borbotones que no siempre caben en la legislación. Cuando las leyes no dan más de sí, solo el verdadero amor es capaz de ir más allá con la imaginación de la caridad. Muchos ciudadanos mexicanos y estadounidenses están dispuestos a desafiar a sus respectivos gobiernos para ayudar y acoger a estos migrantes, porque el amor es más fuerte que la ley. Parece una provocación fuera de lugar, pero en ocasiones extremas es el único modo de ser verdaderamente humanos y, por tanto, de cumplir la voluntad de Dios. 

La caravana de migrantes es solo un botón de muestra que pone a prueba nuestras convicciones y actitudes. Nuestra vida cotidiana está repleta de situaciones en las que tenemos que tener la osadía de vivir los dos mandamientos en uno. Se ama a Dios amando al prójimo. Aquí no hay trampa ni cartón. No hay dualismo que valga. Jesús no nos invitó a cumplir la ley sin más (tampoco a desobedecerla por capricho), sino a amar al prójimo como a nosotros mismos; o mejor, a amarlo como Dios lo ama.  No hay nada más arriesgado que esto, sobre todo en situaciones conflictivas. A muchas personas les ha costado la vida.



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