jueves, 7 de julio de 2016

La belleza que salva al mundo

Contemplando los desastres de nuestro mundo –desde las víctimas de los atentados del ISIS hasta los emigrantes que mueren en el Mediterráneo, desde los continuos casos de corrupción hasta las personas maltratadas– me viene con frecuencia a la mente la pregunta que Fiodor Dostoyevski, en su novela El Idiota, pone en labios del ateo Hipólito dirigida al príncipe Myshkin: “¿Es verdad, príncipe, que vos dijisteis un día que al mundo lo salvará la belleza?”. Naturalmente, el príncipe no contesta a la pregunta del ateo, como tampoco Jesús respondió a Pilato cuando éste le preguntó: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18,38). Da la impresión de que el silencio del príncipe –que está junto al joven de dieciocho años que se muere de tuberculosis– indica que la belleza que salva al mundo es el amor que comparte los sufrimientos de los demás. No se trata, pues, de la belleza seductora que nos vende la publicidad. Esta nos aleja de la meta a la que tiende nuestro corazón inquieto. Se trata, más bien, de la belleza de Dios, que san Agustín definió como “belleza tan antigua y tan nueva” en su célebre confesión:
“¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti”.
Hace años, el cardenal italiano Carlo M. Martini escribió: “No basta deplorar y denunciar las cosas feas de nuestro mundo. No basta ni siquiera, en nuestra época desencantada, hablar de justicia, de deberes, de bien común, de programas pastorales, de exigencias evangélicas. Hay que hablar de todo esto con un corazón lleno de amor compasivo, con la experiencia de la caridad que contagia alegría y suscita entusiasmo: hay que irradiar la belleza de lo que es verdadero y justo en la vida, porque solo esta belleza encandila los corazones y nos lleva a Dios”. Cada día que pasa me parecen más verdaderas estas palabras porque la fe no es sino una atracción provocada por la belleza irresistible de Dios. Los seres humanos somos un pálido y maravilloso reflejo de esa infinita belleza. La creación entera es símbolo de un Dios que "vio que todo era bueno/bello". 

Vivo en Italia, el bel paese. No conozco otro país donde se viva una pasión tan grande por la belleza. De hecho, el adjetivo italiano por antonomasia es bello (hermoso, lindo, bonito, guapo). Desde los niños hasta los ancianos lo utilizan cuando quieren expresar su asombro ante algo hermoso: “Ma che bello!” (¡Qué bonito!). 

Esa es la expresión que la liturgia cristiana, sirviéndose de los salmos, aplica a Cristo: “Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia” (Sal 44,3). Jesús es el Pastor bueno/bello que busca a cada oveja perdida. Si los hombres y mujeres de hoy consiguiéramos percibir a Dios como el Bello, no experimentaríamos indiferencia o rechazo sino una profunda atracción porque estamos hechos para la belleza. 

La Iglesia debería ser también un recinto de belleza, no solo en sus expresiones litúrgicas y artísticas (que, a menudo, lo es, aunque hemos bajado la guardia) sino en su manera de entender la vida, en su cercanía al sufrimiento humano, en el modo atrayente de ofrecer el evangelio de Jesús. A pesar de los pesares, esta belleza es la que puede salvar a nuestro mundo. 


1 comentario:

  1. Gracias por acercarnos a la belleza.
    Me gusta y comparto el comentario de Carlo M. Martini.
    A veces digo que "las cosas feas" si les sacamos "el polvo" seguro que podemos descubrir la belleza que tienen, todo depende de con que ojos nos lo miramos...

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