sábado, 2 de julio de 2016

¿Qué se nos ha perdido aquí?

Llegué ayer a Roma sin novedad, aunque un poco cansado. Me sorprendió la temperatura alta y húmeda. Se estaba mucho mejor en Mombasa o en Nairobi. Antes de meterme con otros asuntos urgentes, quiero escribir algo sobre mi viaje relámpago a la misión de Ngaramara y, más en concreto, sobre la rápida visita al poblado de Daaba. El camino de acceso es a ratos pedregoso y casi siempre muy polvoriento en la estación seca. El paisaje es el típico de la sabana keniata. De vez en cuando se ven algunos camellos y rebaños comunitarios de cabras, pastoreados por uno o varios hombres. En Daaba viven en extrema pobreza. Disponen solo de algún pozo para extraer agua, que siempre es muy salitrosa. Se alimentan de carne, beben sangre y leche de cabra o de camello. Los turkana son una tribu nilótica con lengua propia. Son seminómadas. Crían camellos y tejen cestas. Creen en un ser supremo creador de todo de quien dependen para su diario vivir. No hay separación entre religión y cultura. Todo forma parte de la misma concepción de la vida. Entre ellos hay un puñado de cristianos. Son muy comprometidos. A falta de iglesia, celebran la misa dominical bajo la copa de un inmenso árbol de la sabana. No he visto una catedral más amplia y hermosa. 

Mientras recorría el duro camino de Ngaramara al poblado de Daaba, me pregunté varias veces: ¿Por qué demonios tenemos que estar aquí los claretianos? ¿Qué se nos ha perdido en este remoto lugar? ¿Por qué poner en riesgo la vida de nuestros misioneros? ¿No será más eficaz concentrarse en los suburbios de las grandes ciudades que venir a estos lugares perdidos para atender solo a unas decenas de personas? ¿Quién nos ha dado vela en este entierro? ¿No es el gobierno keniano el responsable de proporcionarles mejores condiciones de vida? Son las preguntas típicas de un europeo acostumbrado a calcular todo según los patrones de coste, riesgo y beneficio. A estos lugares no viene ninguna multinacional, aunque sí alguna ONG. Es verdad que las multinacionales invierten a veces en lugares difíciles pero porque obtienen grandes beneficios: explotación de materias primas de calidad, etc. ¿Qué ganamos nosotros? Lo puedo decir con nitidez: problemas pulmonares provocados por el polvo y las oscilaciones térmicas, varios ataques de malaria, averías constantes en los vehículos, insuficiencia alimentaria, soledad, posibles atentados de grupos radicales…

¿Por qué estamos aquí, entonces? ¿Somos un grupo de pirados con ganas de aventura, como quien practica puenting o hace un rally por el desierto? ¿Nos paga un sueldo una secreta asociación mundial? No, no somos aventureros ni agentes secretos, no hemos venido aquí por gusto sino enviados. La razón es solo una: queremos compartir con esta gente excluida la experiencia de que hay un Dios que nos ama a todos, que siente preferencia por los últimos, que no calcula su amor en términos de coste-beneficio y que nos da fuerza para afrontar los problemas de cada día porque quiere que todo sus hijos e hijas tengan vida y la tengan en abundancia. Eso significa que, con los propios recursos y la ayuda externa, podemos construir mejores pozos para tener acceso al agua, proporcionar educación a los niños y jóvenes, incentivar programas de salud integral para todos, buscar soluciones a los problemas entre las diversas tribus, impedir la mutilación genital femenina, etc.

Y, sobre todo, podemos compartir la buena noticia de que Jesús de Nazaret es el rostro visible de ese Dios invisible al que todos adoramos, aunque no sepamos bien quién es, dónde vive, cómo nos afecta. La fe en él nos acerca a Dios y nos hace más humanos. Este es, en definitiva, el motor que mueve a nuestros misioneros, que les permite levantarse cada día con ilusión y hacer frente a las muchas dificultades de una vida misionera exigente en un contexto hostil. Sin este motor sería imposible aguantar aquí un solo día. No todos lo entienden. Basta que ellos -nosotros- lo tengamos grabado a fuego en el corazón. Las mejores cosas de la vida casi nunca se entienden del todo. Mi viaje relámpago a Daaba volvió a ponerme contra las cuerdas de lo que significa hoy la misión cristiana. Me permitió redescubrir su verdadero significado. Pude agradecer el testimonio de mis hermanos que, renunciando a otros lugares más cómodos y ventajosos, entregan aquí su vida. ¿Alguien da más?

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