domingo, 5 de junio de 2016

Jesús se lo entregó a su madre

Escribo estas líneas conmocionado por la muerte del joven piloto de motos Luis Salom. Y precisamente el evangelio de este X domingo del tiempo ordinario nos cuenta la historia del hijo de una viuda de Naín, un pequeño pueblo de la Galilea, a quien Jesús levantó de la muerte. Me cuesta afrontar estas situaciones. ¿Qué se le puede decir a una madre que contempla el cuerpo de su hijo muerto? He vivido a lo largo de mi vida varios casos de jóvenes que han fallecido a causa de la droga, el SIDA, los accidentes de tráfico (la mayoría), el terrorismo, el cáncer, algunos suicidios, etc. Ante este drama, hay tres reacciones inmediatas: el silencio (porque no hay palabra elocuente ante el abismo de la muerte), la cercanía (para hacer sentir que se trata de una soledad acompañada, aunque nunca habitada del todo) y la oración (para confiar a Dios lo que nos desborda). No ayudan mucho las tres reacciones contrarias: la palabrería (aunque se profieran palabras consoladoras que nacen de la buena voluntad), la distancia (cuando no es signo de respeto sino, más bien, de indiferencia y olvido) y la blasfemia (que culpa a Dios de lo sucedido cuando él siempre está -siempre- del lado de las víctimas, aunque parezca un defensor silente y escondido).

He visto a madres que, ante la tragedia de sus hijos muertos, han perdido la fe. Les parece que Dios se ha ensañado con ellas sin ninguna piedad. Le culpan de no haber cuidado de su hijo como ellas lo hubieran hecho. ¿Para qué sirve la fe si en los momentos cruciales no nos saca del apuro? Se encierran en un resentimiento que les amarga la vida y, a veces, se somatiza en forma de cáncer, depresión o agresividad. La muerte de sus hijos las sume en un infierno de amargura y desesperación.

He visto a madres que se quedan como paralizadas, casi anestesiadas. Cuando agotan las lágrimas, no saben cómo reaccionar. Ni siquiera tienen fuerzas para culpar a Dios o al azar de la muerte de su hijo. Entran en una especie de mutismo que desconcierta a las personas de su entorno. Parecen ausentes, como si la vida ya no tuviera ningún sentido para ellas. Pero no protestan, no suplican. Simplemente se dejan llevar. Quisieran correr la misma suerte de sus hijos, estar con ellos cuanto antes. Son como zombies que deambulan con el alma en pena. Nada parece afectarles. El reloj de su vida se ha detenido en la hora de la muerte de sus hijos. Ya nada merece la pena. Quienes viven a su lado sienten que ya no significan nada ni pueden hacer nada. 

He visto también a madres que lloran, que se hacen preguntas, que pasan de la rabia a la confianza y que, tras un combate desigual e intermitente, se identifican con María, la madre dolorosa. También ella perdió a su hijo joven. No fue un accidente laboral, sino el resultado de una condena injusta. Se abrazan a esta María serena, que permanece junto a la cruz, que sufre sin palabras, pero que espera contra toda esperanza. De la mano de esta madre dolorosa y esperanzada, dan el único paso que puede sacarlas de la fosa de la desesperación: entregan su hijo muerto a Dios, como la ofrenda suprema de su vida. Sin palabras, con el corazón traspasado y agradecido, le dicen algo parecido a esto: “Señor, tú me los diste como un don; yo te lo entrego como una ofrenda. Te lo doy con absoluta confianza porque te pertenece. Estando contigo, sé que vivirá para siempre”. Cuando una madre es capaz de dar este paso que ninguna frase puede articular experimenta una profunda liberación. No abandona a su hijo en la fosa o el nicho de un cementerio. No se lo apropia reteniendo en casa la urna con sus cenizas. No archiva el dolor en el fondo de su corazón. Va mucho más allá: lo entrega. Hace el desprendimiento más importante de su vida.

Entonces se produce el milagro: quien pierde su vida, la encuentra. Jesús, como hizo con la viuda de Naín, entrega el hijo de nuevo a la madre. No se trata de un cadáver redivivo, que eso ya no tiene importancia. Jesús pone a la madre en comunión con el hijo que vive una vida plena en Dios. A partir de ese momento, se establece una profunda relación que ningún avatar humano podrá jamás interrumpir. Madre e hijo se sentirán unidos como nunca lo habían estado mientras el hijo vivía físicamente. Este es el milagro que Jesús sigue realizando hoy. Con todo mi corazón oro por aquellas madres que han experimentado la pérdida de sus hijos y que, por diversas circunstancias, no han llegado a esta profunda liberación y comunión. Nunca es tarde para quien sigue creyendo en Jesús, resurrección y vida.

Os dejo con el comentario dominical de Fernando Armellini. Sé que muchos lo escucháis con gusto y aprovechamiento.


1 comentario:

  1. Muchas gracias por compartirlo de una manera tan vivencial... Lo he ido leyendo y me he dado cuenta de que me iba adentrando e identificando y por suerte no he vivido esta experiencia, pero me ha ayudado a acercarme al dolor de una madre concreta, en que hace poco ha perdido a su hijo de accidente.
    Ante la muerte de un ser querido, sea del grado que sea, es importante este paso de la entrega, aunque cuesta, no es nada fácil.
    Gracias

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