lunes, 31 de julio de 2023

Ignacio de Jesús


Es conocido como Ignacio de Loyola, pero bien podría ser llamado Ignacio de Jesús por su amor incondicional al Maestro. Hace unos meses tuve ocasión de volver a visitar la casa natal de
san Ignacio de Loyola en los alrededores de Azpeitia. Confieso que experimenté un doble sentimiento, el mismo que me suscitan su figura hirsuta y sus Ejercicios Espirituales. Por una parte, su vida y su magisterio me producen admiración; por otra, un cierto temor que no sé bien explicar. La admiración viene de su pasión por Jesucristo y de su ferviente deseo de vivir el Evangelio a la letra. El temor está relacionado con su actitud de sospecha sistemática hacia todo, de su concepto vertical de la autoridad y de la obediencia y, en definitiva, del sutil individualismo que impregna su manera de entender la misión, incluso dentro de su visión de “cuerpo organizado”. 

Pero no es el momento ahora de expresar mis reservas, sino de caer en la cuenta del enorme influjo de la obra de Ignacio en los cuatro últimos siglos de la historia de la Iglesia católica. Yo he sido alumno de la Compañía de Jesús durante mis estudios en la Universidad Gregoriana de Roma, he hecho algunos otros cursos en instituciones jesuíticas (el último el de Liderazgo Discerniente hace un par de años) e incluso he colaborado con ellas. Aunque los he tratado de cerca, confieso que no tengo ningún amigo jesuita. No sé por qué.


En la manera ignaciana de entender el seguimiento de Jesús está su fuerza y me temo que su debilidad. Quizá esto explique algo de lo que hoy nos está pasando en la Iglesia. Somos, en buena medida, receptores del magisterio teológico y ascético que muchos jesuitas han ejercido y que ahora se concentra en el papa Francisco. Aunque lleve el nombre del poverello de Asís, creo que el estilo personal de Jorge Mario Bergoglio se parece más al de Ignacio que al de Francisco. No es que yo piense que hay un magisterio homogéneo entre los miembros de la Compañía de Jesús. De hecho, la diversidad es una de sus notas características. Pero la impronta de los Ejercicios Espirituales marca un particular estilo de ser y de hacer, incluso en medio de la diversidad de ideas y posturas. Frente a una cierta ingenuidad medieval de Francisco, se yergue el principio de la duda y de la sospecha. Cada enfoque nos ayuda a percibir algo de la verdad. 

La importancia dada a la conciencia (rasgo típicamente moderno) y el examen de la misma determinan una particular forma de espiritualidad. Es verdad que luego se ha querido redescubrir la importancia de la dimensión comunitaria, pero más parece un añadido que un fruto maduro de una comprensión comunional (esencialmente trinitaria) de la fe cristiana. Las consecuencias prácticas son enormes, tanto en la comprensión de la fe como en el estilo de vida.


Cuando yo visito Asís siento una alegría interior difícil de explicar. Cuando visito Loyola me asalta un sentimiento de cierta congoja. Tanto Francisco como Ignacio fueron enamorados de Jesús. Ambos vivieron el Evangelio sin glosa. Ambos peregrinaron a Tierra Santa y pusieron en marcha comunidades de seguidores. Sin embargo, uno me inspira confianza; el otro hace que me retraiga un poco. Es probable que tenga que profundizar mucho más en cada uno de ellos. Gracias a Dios, en la Iglesia tenemos una enorme riqueza de perfiles y estilos de santidad. No está dicho que todos tengan que resultarnos igualmente cercanos e inspiradores. 

Hoy, en la fiesta del santo vasco, doy gracias a Dios por la gracia de su conversión, por el magisterio de sus Ejercicios Espirituales y por la fecundidad asombrosa de sus hijos misioneros, soldados de la Compañía de Jesús que trabajan “ad maiorem Dei gloriam” .

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