martes, 29 de marzo de 2022

Querido amigo

Hacía tiempo que no escribía una carta de dos folios a mano, la metía en un sobre, la timbraba con un sello (o estampilla, como dicen en algunos países latinoamericanos) y la introducía por la boca de un buzón que hay en una oficina de Correos cercana a mi casa. Todo el procedimiento tiene algo de ritual. Acostumbrado desde hace años a escribir algunas cartas oficiales, muchos correos electrónicos e infinidad de mensajes breves a través de las redes sociales, me había desacostumbrado a practicar un arte en el que fui diestro hace ya varias décadas. En mis tiempos de estudiante escribí muchas cartas a mano a mi familia y a mis amigos. No conservo ninguna copia de las que yo mandé, pero tengo un archivo con bastantes de las que recibí. Me emociona, por ejemplo, releer algunas cartas de mi abuelo o de mis padres en la etapa en la que yo era estudiante en Roma a principios de la década de los 80 del siglo pasado. 

Quienes hemos vivido esa época sabemos muy bien la alegría que suponía recibir una carta y el cariño que implicaba escribirla. Todo era más lento y, por lo tanto, más cuidado y personalizado. Los actuales mensajes de WhatsApp, o incluso la mayoría de los correos electrónicos, son breves, funcionales y casi siempre exentos de belleza. Los emojis y stickers han sustituido a las palabras. Por otra parte, la avalancha de información devalúa su importancia y significado. Tras varios siglos de evolución, hemos regresado (o avanzado) a la escritura jeroglífica. No sé si es verdad que una imagen vale más que mil palabras. Lo que me parece evidente es que la pobreza léxica y la dificultad para concentrarse en textos largos son ya un signo de nuestro tiempo. Yo he estado muchas veces tentado de escribir entradas que no superasen las 100 palabras, pero me he resistido. Sin un mínimo esfuerzo de lectura, corremos el riesgo de reducir todo a eslóganes y frases hechas.

Escribir a mano no es lo mismo que escribir con un teclado de ordenador. [Por cierto, hoy me he enterado de que el 23 de enero se celebra el Día Mundial de la Escritura a mano]. Se han estudiado las diferencias. Yo, que empecé a utilizar el ordenador hacia el año 1985, sigo escribiendo mucho a mano, no solo algunas cartas ocasionales (como la de hoy), sino, sobre todo, mi diario. Jamás se me ocurriría escribir mi diario con el ordenador. Cuando cojo mi pluma estilográfica (las más de las veces) o un bolígrafo estoy marcando claramente la diferencia. ¿Soy un nostálgico cerrado a los avances tecnológicos? No lo creo. De hecho, me parece que uso los medios tecnológicos bastante más que la mayoría de mi generación. 

Si escribo algunas cosas a mano es por el puro placer de hacerlo y porque constituye una gimnasia mental que me mantiene despierto. Si dejamos de escribir a mano, perderemos también una disciplina como la grafología, que, a partir de la escritura manuscrita, nos ayuda a comprender mejor algunos rasgos de nuestra personalidad. Espero mantener esta habilidad hasta el final. No poder escribir a mano sería algo más que un contratiempo. Implicaría cerrar una puerta a través de la cual entro y salgo con mucha libertad desde mi intimidad al exterior y viceversa.

Pero volvamos al ritual epistolar. Mientras escribía la carta que he introducido en un buzón, me sorprendía a mí mismo “dibujando” mis sentimientos. En cierto sentido, no era yo quien escribía la carta, sino que el bolígrafo me arrastraba. Pensaba en la reacción de quien dentro de uno o dos días recibirá la misiva. ¡Quién sabe cuánto tiempo hace que el cartero no le lleva una carta personal (no comercial) a casa! Esa agradable sorpresa no suele producirla un correo electrónico y mucho menos un breve mensaje en las redes sociales. Detrás de una carta escrita a mano intuimos el amor que una persona nos tiene. 

Escribir una carta lleva tiempo. Tienes que buscar un momento sereno, sentarte ante un papel en blanco, pensar inicialmente lo que quieres decir y dejarte llevar luego por la magia de la pluma. A veces, no sale toda de un tirón. Es necesario hacer pausas, respirar, y continuar con nuevo brío. 

Una carta nunca es unidireccional. Es, en realidad, un diálogo. Mientras uno escribe, está pensando en el destinatario. Imagina sus reacciones y sus posibles respuestas. A su luz, la carta prosigue tratando de conectar con ellas. El ejercicio epistolar es de tal calibre que pocas prácticas lo superan a la hora de explorar la intimidad. Por eso, veo una profunda relación entre escribir y orar. Quien se ha convertido en explorador de su intimidad a base de escribir a mano, se adiestra para dialogar con Dios en el centro de su corazón. ¿He ido demasiado lejos? Tal vez, pero esos son los primeros efectos colaterales de haber ido a la oficina de Correos con una carta en la mano.


3 comentarios:

  1. No, no es lo mismo escribir a mano o en un teclado. Vivimos en unos tiempos en que todo tiene que ser rápido, valoramos la inmediatez, una carta, escrita en un teclado y mandada a través de los medios informáticos, en un momento, llega al destinatario y escrita a mano y mandada por correo, nunca sabes cuándo llegará… Desde el buzón de correos nos ayuda a practicar la “confianza” de que llegará a su destino y la “paciencia” que nos lleva a esperar la respuesta…
    Escribir “a mano”, como ya insinúas, nos lleva a proyectarnos, inconscientemente, a muchos niveles. Y si observamos nuestra escritura podemos descubrir muchos datos de nuestra personalidad y de cómo vamos evolucionando en una crisis, enfermedad… y al mismo tiempo como pasamos a una evolución positiva. Quien conoce grafología lee las palabras, pero también lee mucho más.
    Me ha sorprendido la relación que haces entre escribir y orar, cuando te refieres al ejercicio epistolar. Reflexionando sobre ello, sí que puedo valorar que, el imaginar la carta que voy a escribir y lo que quiero comunicar, es fruto de un silencio interior.
    Muchas gracias Gonzalo por toda la riqueza que conlleva esta entrada si intentamos leerla en profundidad.

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  2. ...y no. No me parece que se te haya ido la olla. Tal es la intimidad de la palabra manuscrita que entra en el terreno de lo sagrado

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