domingo, 2 de septiembre de 2018

Más corazón y menos labios

He tenido la suerte de ver de cerca a los judíos ortodoxos que estudian la Torá junto al Muro Occidental del Templo de Jerusalén y en algunas escuelas rabínicas. He visto también cómo se coloca la Mezuzá en las puertas de las casas y de las habitaciones de los hoteles. Es evidente que el pueblo judío se siente muy orgulloso de su Ley y quiere respetarla al máximo. Es la expresión de la voluntad de Dios y una especie de vacuna contra las arbitrariedades y veleidades de las autoridades humanas. Nadie está por encima de la Ley porque ésta no es el producto de la imposición de los más fuertes -ni siquiera de una especie de consenso democrático- sino fruto de la revelación de Dios. La actitud ante ella es el temor reverencial y la obediencia amorosa. ¿Cómo reacciona Jesús ante esta realidad? El Evangelio de este XXII Domingo del Tiempo Ordinario nos ofrece una respuesta en el contexto del Evangelio de Marcos, relato que la liturgia dominical interrumpió durante los pasados cinco domingos (dedicados al largo discurso del Evangelio de Juan sobre el “pan de vida”) y que ahora retomamos hasta el final del año litúrgico. 

La Ley judía establecía una neta separación entre el mundo de los puros y el de los impuros, entre lo sagrado y lo profano. Varios fariseos y escribas quieren provocar a Jesús diciéndole que “algunos de sus discípulos comían con manos impuras; es decir, sin lavárselas” (Mc 7,2). El problema no está en lavarse las manos -práctica higiénica siempre recomendable- o en no lavárselas, sino en poner esa tradición humana al mismo nivel que la Palabra de Dios, en convertir enseñanzas rabínicas en preceptos divinos. Detrás de esta tentación, hay una visión distorsionada de Dios como un ser que divide a sus hijos en puros e impuros y que, por tanto, justifica las discriminaciones que hacemos los seres humanos. En realidad, el mensaje bíblico es neto: Dios “ama a todos los seres y no aborrece nada de lo que ha hecho” (Sab 11,24). El Nuevo Testamento es todavía más explícito: para Dios, “todas las personas sin puras” (cf. Hch 10) y no hay diferencias de raza, género y condición social (cf. Gal 3,28). Dios hace salir el sol “sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Jesús, situado en la mejor tradición religiosa de Israel, arremete contra el formalismo de quienes pretenden absolutizar algunas prácticas rituales. Hace suyas las palabras del profeta Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan es inútil, ya que la doctrina que enseñan son preceptos humanos” (vv. 6-7). 

Lo que nos hace impuros no es lo que viene de fuera (en concreto, algunas prácticas rituales), sino el mal que anida en nuestro corazón y que, según la lista que ofrece Marcos, reviste doce (o trece, según la traducción litúrgica española) expresiones, todas ellas muy actuales: “los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad”. Hay que prestar, pues, atención al corazón y no tanto a los labios para evitar la eterna tentación de las personas religiosas: la hipocresía; es decir, la tendencia a cubrir con la máscara de ciertas prácticas externas la falta de un corazón convertido a Dios y a los demás. Jesús no está en contra de una religiosidad que se expresa a través de palabras y gestos, sino de una religiosidad que absolutiza estas expresiones y que a veces las utiliza para disimular la ausencia de una verdadera fe. Hoy no somos tan ritualistas como en el pasado, pero la hipocresía sigue tentándonos, tanto a las personas muy tradicionalistas como a aquellas que se consideran rupturistas pero sacralizan también ideas, personajes y prácticas. Conviene mantener el corazón despierto para que otorgue credibilidad a lo que dicen nuestros labios.

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