sábado, 1 de septiembre de 2018

Los encuentros que nos hacen

Comienza septiembre, el último mes del verano y el primero del otoño (en el Hemisferio Norte), o el último mes del invierno y el primero de la primavera (en el Hemisferio Sur). Hoy sábado es un buen día para echar un vistazo al período vacacional que termina y otro al curso académico y pastoral que está a punto de comenzar. En medio de las muchas experiencias vividas, caigo en la cuenta de que todos nosotros somos en buena medida los encuentros que atesoramos. Nos vamos haciendo en una compleja red de relaciones. No seríamos los mismos sin el concurso de otras muchas personas y seres que van dejando su huella en nosotros. El encuentro es un pequeño milagro. A menudo, nos cruzamos con muchas personas, incluso nos tropezamos con ellas, nos saludamos, nos peleamos, intercambiamos información, pero muy pocas veces nos encontramos en el sentido más profundo de la palabra. Se ha llegado a hablar incluso del poder transfigurador del encuentro. Es esta una categoría que nos ayuda también a entender nuestra relación con Dios. Él se ha “encontrado” con nosotros en Jesucristo y nosotros podemos encontrarnos con Él en el “encuentro” con el Hombre de Nazaret.

Durante el mes de agosto he tenido la oportunidad de encontrarme con la naturaleza de una manera muy distinta a como lo hago habitualmente. Mis largos paseos por los montes de Vinuesa me han permitido contemplarla, disfrutarla, agradecerla y -si se me permite la exageración- hablar con ella. Reconozco que soy muy sensible a esta primigenia palabra que Dios nos dirige en la creación. Hoy, 1 de septiembre, celebramos precisamente la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación. ¡Cómo cambia la actitud cuando no nos limitamos a explotarla, ensuciarla o contaminarla, sino que nos “encontramos” con ella! Nosotros somos agua, aire, fuego, tierra. Nuestro cuerpo es un compendio de la naturaleza, un universo en miniatura. Cuidar nuestro cuerpo (nutrirlo, limpiarlo, educarlo, embellecerlo) es un entrenamiento cotidiano que nos prepara para cuidar ese cuerpo inmenso que es la naturaleza, llamado a convertirse en materia de eucaristía. De hecho, en la presentación de los dones de la misa, el sacerdote dice: “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan (y este vino), frutos de la tierra y del trabajo de los hombres. Ellos serán para nosotros pan de vida (y bebida de salvación)". Contemplar la naturaleza con ojos eucarísticos suscita en nosotros actitudes de admiración, respeto, protección y uso sostenible. 

He tenido la oportunidad de encontrarme con personas que significan mucho para mí: desde mi anciana madre, mis hermanos y hermanas, mis sobrinos, tíos y primos, hasta algunos amigos (antiguos y nuevos) que el Señor me ha ido regalando. Es difícil condensar en pocas palabras lo que cada encuentro significa. La gracia del verano es que permite vivirlos con tiempo y serenidad, sin las prisas a que nos somete el ritmo ordinario. Conversar sentados en torno a una mesa o paseando, compartir algunas de las experiencias vividas a lo largo del año, animarnos a seguir afrontando la vida con esperanza… es algo que no tiene precio. Tengo amigos de mi edad, algunos mayores que yo y un buen grupo de amigos jóvenes, que me permiten conectar con las inquietudes de las nuevas generaciones. Uno de ellos es estudiante de Ciencias Políticas. Con el hablé hace apenas tres días del reto que supone hoy ser un cristiano comprometido con la cosa pública. Parece que casi no hay espacio para una alternativa cristiana en el juego clásico entre derechas e izquierdas. Otro buen amigo me ha recordado que, desde 1996, soy Abad de la Cofradía del Glorioso San Roque. ¡Y yo sin saberlo! ¿Cómo se puede vivir el don de la amistad sin tomar conciencia de que solo Dios puede crear lazos que anudan cercanía y distancia, cariño y respeto, disfrute y preocupación? 

Naturalmente, en el encuentro con la naturaleza y con muchas personas significativas, me he encontrado conmigo mismo y con Dios. En el rostro de los demás descubro rasgos de mí que me ayudan a conocerme mejor, a seguir creciendo como ser humano. Es este un misterio difícil de describir. Dios, por su parte, me ha dejado “cartas escondidas” en los pinos del monte y en las palabras de mis amigos. Son quizá cartas menos evidentes que las que leemos en las Escrituras, pero igualmente luminosas y reconfortantes. El mensaje es sencillo, elemental, necesario: “Tú existes porque yo te quiero. Tu vida estará sometida a muchas pruebas. Tendrás que vivir en la encrucijada. No siempre verás con claridad el camino. No te apures. Tu vida está en mis manos. Yo soy tu Padre. Te sostengo, te quiero, no te abandono nunca”. Cuando un ser humano, con independencia de su edad o condición, experimenta que este mensaje es verdadero, cuando se encuentra ante un Misterio que no es opaco o arbitrario, sino transparente y amable, afronta la vida con una paz profunda, compatible con muchas turbulencias en la superficie. Comprende un poco mejor lo que Pablo escribe en su carta a los romanos: “Teniendo esto en cuenta, ¿qué podemos decir? Si Dios está de nuestra parte, ¿quién estará en contra? El que no reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a regalar todo lo demás con él? ¿Quién será fiscal de los que Dios eligió? Si Dios absuelve, ¿quién condenará? ¿Será acaso el Mesías Jesús, el que murió y después resucitó y está a la diestra de Dios y suplica por nosotros? ¿Quién nos apartará del amor del Mesías? ¿Tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada? Como dice el texto: Por tu causa estamos a la muerte todo el día, nos tratan como a ovejas de matanza. En todas esas circunstancias vencemos de sobra gracias al que nos amó” (Rm 8,31-37). Buen fin de semana a todos los amigos del Rincón. 

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