jueves, 7 de diciembre de 2017

Las dos agendas

Si leo los periódicos digitales o me asomo a los noticieros de la radio o la televisión, me encuentro con un rosario de acontecimientos que requerirían mi atención y mi compromiso. En los últimos días se ha hablado mucho del conflicto político que se vive en Honduras –el primer país americano que visité en el lejano 1994–, del viaje del papa Francisco a Myanmar y Blangladesh y del problema de los rohingyas. Me ha escandalizado la tragedia del mercado de esclavos en Libia, sobre la que me gustaría detenerme, pero carezco de información de primera mano. Los periódicos han hablado también de la pérdida de un submarino argentino con más de 40 personas a bordo, de las tensiones entre Corea del Norte y Estados Unidos, del flujo constante de inmigrantes hacia las costas del sur de Europa, etc. Esta es la “agenda internacional”, como suelen decir los periodistas. Pero, junto a ella, solapándose, imponiéndose, está la “agenda personal”. Mientras uno se conmueve con las noticias sobre los esclavos libios, tiene que prestar atención a los enfermos que hay en la propia familia, a algunos problemas relacionales y económicos, a compromisos inaplazables, a una cita con el dentista, a la renovación del permiso de conducir… Es como si viviéramos a la vez en dos mundos: el mundo grande (hecho de acontecimientos que pasarán a la historia y cuyo desarrollo se nos escapa casi siempre de las manos) y el mundo pequeño (constituido por los sucesos de nuestra vida personal, los que de verdad nos afectan en primer plano y sobre los que podemos intervenir oportunamente).

Los ecologistas acuñaron hace décadas un eslógan que puede ayudarnos a combinar las dos agendas: “Piensa globalmente, actúa localmente” (Think Global, Act Local). Necesitamos prestar atención al marco amplio para saber dónde estamos, qué pasa en el mundo, hacia dónde se dirige la historia. Sin este contexto global, corremos el riesgo de encerrarnos en nuestras preocupaciones domésticas, de convertir los pequeños problemas en grandes dramas, de no sentirnos ciudadanos de la patria grande que es el mundo. Pero, para no sucumbir al idealismo, para no perdernos en la retórica de los grandes principios (“Salvemos el planeta”, “No a la guerra”, “Paremos el hambre”, “Construyamos la patria”) tenemos que encarnarlos en las acciones que están a nuestro alcance y que, en la mayoría de los casos, tienen que ver con la manera como tratamos a las personas de nuestro entorno. No hay nada más contradictorio que ser un activista de las grandes causas en la calle y ser un perfecto insolidario en casa. Por desgracia, esta contradicción suele ser bastante común. Muchos de los personajes famosos que han pasado a la historia por sus luchas sociales y políticas han sido unos déspotas insufribles en el ámbito familiar.

En el evangelio de este jueves 7 de diciembre, memoria de san Ambrosio de Milán, Jesús habla de nuestra actitud ante la vida sirviéndose de dos metáforas: la arena y la roca. A veces queremos construir nuestra casa personal sobre la arena de la comodidad, el lucro y el bienestar. Es más fácil y placentero a primera vista, pero basta que vengan las pruebas de la vida (desengaños, enfermedades, crisis) para que comprobemos, con dolor, que nuestra casa se hunde. La razón es sencilla: no tiene buenos cimientos. Por el contrario, quienes construyen la casa de su vida sobre la roca (es decir, sobre fundamentos sólidos) también están expuestos a las tormentas de la vida, pero pueden resistirlas mejor. Con el salmista, podemos dirigirnos a Dios y decirle: “Tú eres mi roca y fortaleza, por amor de tu nombre me conducirás y guiarás” (Sal 31,3). Apoyados en la roca fuerte que es Dios y su Palabra, estaremos siempre atentos a la “agenda mundial” (porque el mundo es nuestra casa, la familia de Dios) y, al mismo tiempo, concentraremos nuestras energías en la “agenda personal” (porque es en el ámbito de nuestro pequeño mundo donde podemos contribuir a las grandes transformaciones).

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