Ayer empezamos el mes de noviembre
con la solemnidad de Todos los Santos. Hoy, día 2, celebramos la conmemoración de los
Fieles Difuntos. La proximidad de ambas celebraciones ha hecho que muchas
personas las hayan fundido en una sola: el recuerdo de los seres queridos que
ya han muerto. Por eso, en estos dos días se multiplican las visitas a los
cementerios. Forma parte de la tradición. Yo mismo, en compañía de mis hermanos
de comunidad, visité ayer por la mañana el inmenso cementerio de Campo
Verano en el este de Roma. En la pequeña capillita del panteón claretiano,
celebramos la Eucaristía. A pesar del sol radiante, hacía frío. A medida que
avanzaba la mañana, crecía el número de visitantes. La mayoría eran personas
ancianas. No sé si las nuevas generaciones urbanas continuarán esta tradición de sus mayores. El hecho de que se vaya extendiendo la
práctica de la cremación (o incineración) mutará mucho las costumbres. Pero, más allá de las costumbres, siempre cambiantes, están las creencias. ¿Cuántos
creen hoy que “la
vida no termina, se transforma”, como proclama el prefacio de la misa de
difuntos? Algunas encuestas hablan de un 30% entre los bautizados. Recorriendo las calles del amplísimo cementerio romano, contemplando sus monumentos,
viendo las flores frescas y las muchas tumbas descuidadas, respirando el aire frío
de noviembre, se multiplicaban las preguntas en mi cabeza. Todos tendríamos que visitar de vez en cuando
un cementerio para despertarnos de nuestra modorra cotidiana: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y
despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan
callando”. Jorge Manrique sigue siendo un maestro de humanidad.
Por un momento intenté
meterme en la piel de un joven de veinte años, educado en una cultura presentista como la nuestra. ¿Cómo
imaginan él o ella la muerte? ¿Cómo se preparan para el final? Me cuesta
hacerme a la idea. Es un tema que no suele aparecer en las conversaciones que
de vez en cuando mantengo con algunos de ellos. No forma parte de sus
preocupaciones inmediatas, aunque tal vez sus palabras no coincidan con sus pensamientos. Hay realidades que nos superan. Incluso cuando no hablamos de ellas, nos trabajan por dentro. Quizás ellos se debatan entre Stephen Hawking y Gabriel Marcel, por poner
dos extremos de la cuestión, entre la negación y la esperanza. Para el famoso científico inglés, no existe ningún
cielo después de la muerte. El
paraíso es un cuento de hadas. Ya va siendo hora de comportarnos como adultos. Aceptemos el hecho desnudo de la muerte como el final de la computadora humana. Game over. Muchas personas en Occidente se inclinan por
esta opción. Para el
literato francés, por el contrario, amar es decir tú no morirás. El ser humano está hecho para la vida, no para la
muerte. La experiencia del amor es la puerta de entrada en una vida sin
confines. Quien ama, ya ha empezado a vivir el más allá de la plenitud en el
más acá de la caducidad. La esperanza mantiene viva la llama del amor.
A las 11 de la mañana
celebré la Eucaristía con un grupo de unas treinta ancianas. La mayoría superan
los 90 años. Para ellas la muerte no es una posibilidad remota sino una
realidad que puede llamar a la puerta en cualquier momento. ¿Qué podía
decirles? ¿Cómo no naufragar en tópicos piadosos o en consideraciones banales?
A una persona lúcida de 90 año no se la puede engañar. Ha vivido demasiado como para
distinguir el oro de la ganga. Encontré la respuesta en un versículo de la primera
carta de Juan que una de ellas, algo más joven -tendrá unos 80 años-, leyó con
voz enérgica: “Ahora somos hijos de Dios
y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste,
seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es” (3,2). Ese “seremos semejantes a él” me resultó más
luminoso que el sol de noviembre. Nunca como ayer me resonó tanto. Aún no se ha
manifestado plenamente lo que ya somos. La muerte será la eclosión de nuestra
verdadera identidad, el verdadero dies natalis.
Frente a las visiones tenebristas y los olvidos defensivos, la Palabra de Dios
ilumina una realidad que nos desconcierta. Por eso, hay hombres y mujeres
santos que anhelan morir: porque desean vivir sin fisuras.
Salí de nuevo a la calle
al filo del mediodía. Los quince minutos a pie que separan la residencia de
ancianas de mi casa se me antojaron una procesión festiva. Es como si Dios pronunciara
sobre cada uno de los seres humanos la frase de Gabriel Marcel: “Tú no morirás”. Aquí abajo, la vida
continúa su curso inexorable. La gente sigue levantándose, trabajando, paseando,
divirtiéndose, sufriendo, soñando… y muriendo. Nadie, ni siquiera el gigante Google, puede hacerse cargo de las historias
de los más de siete mil millones de seres humanos que poblamos el planeta
Tierra. Solo unos pocos pasarán a la historia que los hombres escribimos. La mayoría
pasaremos a la geografía, a la fusión con la tierra que somos. Pero será una fusión penúltima porque estamos llamados a la unión definitiva con la Vida. Nuestros cuerpos
-como cantaba Quevedo
en un soneto inolvidable – “serán ceniza
mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado”. Y sobre este polvo
enamorado, el Dios de la vida pronunciará las palabras que mejor expresan el
verdadero amor: “Tú no morirás”. Hay
futuro porque hay un maravilloso presente: “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3,2).
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