A lo largo de
todo este año 2017 hemos celebrado los 500
años de la reforma protestante. Martín Lutero, personaje que -dicho sea de paso- no me cae demasiado bien, acaudilló una división de la
Iglesia católica que ha configurado dos mundos dentro del continente: el
católico (sobre todo, en el Sur, aunque con las excepciones de Irlanda, Austria, Polonia y otros países centroeuropeos) y el protestante (ubicado, sobre todo, en el Norte). Alemania sería el
perfecto ejemplo de la división por la mitad. Estas son las dos
almas religiosas de Europa. La radiografía no es perfecta porque varios
países del Sur y de Este están marcados por la tradición de la Iglesia ortodoxa
(desde Grecia a Rumanía y Rusia). La presencia judía, aunque minoritaria,
siempre ha sido muy influyente. Los musulmanes cada vez son más. Dentro de unas
décadas, quizás se pueda hablar también del alma musulmana de Europa. Hace
meses que quería escribir algo sobre la Reforma protestante, pero otros temas
han ido ocupando el espacio. Hoy quiero compartir algunas ideas sueltas, no reflexiones bien articuladas. No dispongo ni del tiempo ni de la tranquilidad para hacerlo ahora.
Confieso que hace
tiempo que no sigo en detalle la evolución de las diversas iglesias surgidas a raíz
de la Reforma. En mis tiempos de estudiante y de profesor fue uno de los temas
que más me atrajeron, sobre todo porque en mis clases de Antropología Teológica
debía abordar el espinoso asunto
de la justificación, sobre el que se llegó a una declaración
conjunta entre la Iglesia católica y las confesiones luteranas. El pasado
31 de octubre, coincidiendo con el final del 500 aniversario de la Reforma,
hubo también otra importante declaración
conjunta de la Federación Luterana Mundial y el Pontificio Consejo para la Promoción
de la Unidad de los Cristianos. Se abre con unas palabras solemnes: “Estamos muy agradecidos por los dones
espirituales y teológicos recibidos a través de la Reforma, conmemoración que
compartimos juntos y con nuestros asociados ecuménicos del mundo entero.
Asimismo, pedimos perdón por nuestros fracasos, las formas en que los
cristianos han herido el Cuerpo del Señor y se han ofendido unos a otros
durante los 500 años transcurridos desde el inicio de la Reforma hasta hoy”.
En los países en
los que he vivido más tiempo (España e Italia), la tradición católica es tan
abrumadora que apenas hay posibilidades de trato cotidiano con protestantes. No
sucede lo mismo en otros países como Alemania e Inglaterra, en los que, desde
la escuela primaria hasta el lugar de trabajo, es fácil convivir con personas
pertenecientes a diversas iglesias cristianas. Reconozco que apenas tengo
contacto con personas de otras confesiones, pero he leído mucho a los teólogos
ortodoxos y, sobre todo, protestantes. Soy deudor de teólogos como O. Cullmann,
Karl Barth, W. Pannenberg,
Jürgen Moltmann,
Robinson, Ch. Dodd… y, sobre todo, Dietrich Bonhoeffer
y Paul Tillich. Recuerdo
el impacto que me produjeron en su día obras como Sincero
para con Dios (John A. T. Robinson), El Dios
Crucificado (J. Moltmann) o Resistencia
y sumisión (D. Bonhoeffer). La teología protestante me ha ayudado
mucho a redescubrir el significado de la Palabra de Dios y de la cruz en la
vida de la Iglesia. Admiro la capacidad crítica de la mayoría de sus representantes, su
sensibilidad para unir la Palabra de Dios y las cambiantes situaciones humanas,
su lenguaje existencial. He aprendido mucho más de lo que, a primera vista,
parece. Esto no tiene precio.
Y, sin embargo,
sigo considerando que la Reforma es una herida abierta en la comunidad de
seguidores de Jesús. Cuando entro en alguna iglesia protestante (procuro
hacerlo cada vez que viajo a un país de mayoría luterana o anglicana) experimento
una tristeza inexplicable. A menudo me resultan espacios vacíos, a los que les
falta “algo”. Las construcciones modernas, sobre todo, me parecen auditorios, ideales para un
sermón, pero sin ningún símbolo que me lleve “más allá” o que signifique la
presencia misteriosa de Jesús entre nosotros, salvo una cruz y, en algunos casos, un espacio dedicado a la Palabra, como en la catedral de Ulm. Creo que algunos protestantes
lúcidos piensan lo mismo. Estoy recordando ahora al Hermano Roger Schutz, fundador de
la comunidad monástica de Taizé. El protestantismo, que tanto nos ha ayudado a
ser críticos, a ir a la raíz de la fe y a despojar al cristianismo de mucha
ganga histórica, me parece ahora un movimiento un poco triste, origen en buena medida
del fuerte individualismo y subjetivismo que nos está matando en Europa. No se puede
entender la identidad europea y muchas de las cosas que nos están pasando sin
la profunda huella que la Reforma protestante ha dejado en el continente en el
último medio milenio. Aunque admito muchas cosas de la Reforma, no tengo una
imagen idealizada ni me siento un criptoprotestante.
Quizás Europa solo pueda superar su crisis endémica cuando reconcilie sus dos (o tres almas) y, desde una renovada fe en Jesús, sea capaz de acoger e integrar otras confesiones y tradiciones, en un ecumenismo cada vez más abierto, en una apuesta clara por la dignidad y fraternidad humanas.
Quizás Europa solo pueda superar su crisis endémica cuando reconcilie sus dos (o tres almas) y, desde una renovada fe en Jesús, sea capaz de acoger e integrar otras confesiones y tradiciones, en un ecumenismo cada vez más abierto, en una apuesta clara por la dignidad y fraternidad humanas.
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