Escribo a bordo
del avión que me lleva de Roma a Lisboa. Son las 8 de la mañana. Acabamos de
sobrevolar la isla de Cerdeña. Desde la ventanilla del asiento 6A se ve un
interminable manto de nubes algodonosas. Por encima luce un sol radiante. Este
mero hecho me hace pensar. Abajo todo se ve oscuro; arriba luminoso, aunque en
este momento la asistente de vuelo nos comunica que estamos atravesando un área
de ligeras turbulencias. Ayer, a primera hora de la tarde, descargó una
fortísima tormenta sobre la ciudad de Roma. De repente, se hizo casi de noche. Otra
vez los contrastes. Esta alternancia de calma y tormenta, de luz y oscuridad se
produce también en las vidas de cada uno de nosotros. Para no dejarnos dominar
por sentimientos maníacos o depresivos necesitamos ambas perspectivas. Cuando
solo hay luz tendemos a olvidar que la vida tiene también una cara sombría.
Cuando nos sumerge la noche, relegamos la esperanza de que somos “hijos de la
luz”, como acabo de recitar en el himno de laudes con ayuda de mi móvil.
No quiero
perderme en una nube poética. Pretendo escribir algo sobre la necesidad que
tenemos de afrontar las cosas desde diversas perspectivas para poder acoger la
verdad que se nos revela, para abrirnos humildemente a su misterio. No somos
nosotros quienes poseemos la verdad y
la usamos según nuestro antojo. Es, más bien, la verdad la que nos atrae y nos posee a
nosotros. Quien, por temperamento o educación, tiene una mentalidad
conservadora, necesita tener amigos progresistas, leer periódicos que acentúen
otros valores (“Temo al hombre de un solo libro”), dejarse cuestionar en sus
convicciones rígidas. Y viceversa. Los progresistas necesitan dejarse moderar
por el valor de la tradición y no calificar de facha todo cuanto no se ajusta a sus convicciones. Quien se siente
seducido por el independentismo necesita abrirse a la opinión de quien cree que
la historia camina hacia una interdependencia cada vez mayor. Y quien aborrece
los separatismos y divisiones tiene que escuchar la voz de quien valora muchos
los rasgos identitarios y se siente a gusto en la belleza de lo pequeño, en el
reducto seguro de la tribu. Quien considera que la religión sigue siendo un
obstáculo para el verdadero desarrollo humano haría bien en visitar un
monasterio y charlar con un monje o en acercarse a un misionero para saber
cuáles son las motivaciones últimas que lo mueven a entregar su vida en las
periferias. Quien se siente hijo fiel de la Iglesia y mira con altivez o
lástima a quienes dudan o no creen, necesita dejarse cuestionar por las
preguntas y críticas de los agnósticos y ateos para caer en la cuenta de que tal
vez la fe de bastantes creyentes tiene mucho de costumbre, de rutina y aun de
miedo. Los hombres necesitamos hacer un esfuerzo para ver las cosas como las
ven las mujeres y viceversa. De lo contrario, los tópicos sexistas arruinan una
enriquecedora reciprocidad. Los célibes necesitamos tener amigos casados que
nos hagan ver la belleza y el combate del matrimonio. Los casados se
enriquecerían mucho si descubrieran que el celibato es también una reserva de
humanidad. Los europeos, demasiado seguros de nosotros mismos, veríamos el
mundo de otra manera si escucháramos con respeto y atención la voz de los
asiáticos, africanos y americanos. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el
infinito.
Tecleo estas
notas en el momento en que mi avión acaba de sobrevolar Mallorca y se aproxima ya
a la costa valenciana. Atrás queda il bel
paese, mi segunda patria. En Italia, los españoles tenemos fama de ser muy extremistas:
o blanco o negro; o centralistas o separatistas; o meapilas o anticlericales; o
revolucionarios o inflexibles… Sentimos pasión por la disyuntiva “o” más que
por la copulativa “y”: o Dios o el hombre; o tradición o modernidad; o rojos o
azules; o madridistas o culés; o taurinos o antitaurinos; o velazqueños o
picassianos… Tendemos a ser muy dualistas, a dividir el mundo en dos mitades
irreconciliables. Esto nos hace muy críticos, luchadores, constantes y apasionados,
pero, al mismo tiempo, nos dificulta saborear esa finezza italiana o ese compromise
anglosajón que favorecen la convivencia. Estas actitudes conciliadoras no
implican claudicar de nuestras convicciones, sino saber renunciar a aquellos
aspectos que impiden una armonía pacífica en las sociedades pluralistas. Morir a uno mismo es la manera de resucitar en el todo.
El llamado
“conflicto catalán” no es sino una manifestación más de esta dificultad
histórica para poner el acento en lo que nos une más que en lo que nos separa,
para encontrar fórmulas imaginativas que superen el dualismo y sepan aprovechar
lo mejor de cada parte en unidades superiores. Nuestro pétreo catolicismo no nos ayuda mucho a caminar en esta dirección,
a menos que lo oxigenemos con una espiritualidad más pneumatológica; es decir, más abierta a la acción del Espíritu
Santo, que es el único que garantiza la unidad en la diversidad; que une
pasado, presente y futuro; que reparte dones diversos para la construcción del
único edificio o para el funcionamiento del mismo cuerpo. Estoy convencido de
que se requiere una espiritualidad así para vivir los contrastes de la vida
moderna no como antinomias excluyentes sino como armónicos de la realidad. Sin actitudes de
apertura y flexibilidad, resulta imposible abordar los muchos conflictos que se
viven en nuestras sociedades pluralistas. Pensar en unidades
homogéneas (monolingüísticas, monoculturales, etc.) va contra esa biodiversidad
que el Espíritu Santo crea para que todos podamos madurar en un ecosistema
complejo y enriquecedor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.