Que estemos en un
recinto sereno y bello no significa que cerremos los ojos a la realidad. Ayer
dedicamos la mañana a reflexionar sobre la situación actual de África
acompañados por un experto en sociología y ciencias políticas. Compartió con
nosotros muchas cosas interesantes sobre el pasado, presente y futuro de este
continente. Rescato la que más me impresionó: la desesperanza de muchos
jóvenes, tanto del norte del continente como de la ancha franja subsahariana. Entre
ellos hay cristianos y musulmanes. Escapan de la pobreza, de los conflictos
bélicos y de la falta de oportunidades. Muchos sueñan con el paraíso europeo, aunque
no se les ocultan los riesgos que tienen que correr para alcanzarlo. Sus ansias
de libertad y, sobre todo, sus ganas de abrirse un futuro son explotadas por
las mafias que comercian con ellos y que les exigen 5.000 euros por tener un
puesto en una barcaza que con mucha probabilidad puede naufragar en el
Mediterráneo. Esto es inhumano e indignante. Esclavitud
moderna, pura y dura. ¿Por qué los jóvenes musulmanes no se dirigen a los países ricos
de Medio Oriente? ¿Por qué no son acogidos por sus “hermanos” musulmanes? ¿Por
qué prefieren dirigirse a Europa? Me llamó la atención la respuesta del
sociólogo: porque saben que en Europa se respetan los derechos humanos, cosa que no sucede en los otros países. No
buscan solo la prosperidad económica, sino, ante todo, un espacio en el que
puedan vivir con dignidad.
En el largo
trayecto desde Congo, Somalia, Mali, Senegal o Libia hasta las costas españolas
o italianas puede suceder de todo. Algunos mueren. Los más fuertes, tras muchas
penalidades, logran embarcarse esclavizados por las mafias que controlan este
miserable tráfico humano. Las imágenes saltan a los informativos de las
televisiones. Para muchos, el Mediterráneo se convierte en su tumba. Es uno de los cementerios más grandes del mundo. Cuando el mar está en calma se multiplican las expediciones. Uno
nunca se acostumbra a ver a jóvenes hacinados en barcazas de goma a merced de
las olas. Arrellanados en nuestro sofá, tal vez hacemos una mueca de disgusto
mientras dentro se remueve algo, pero sabemos que ellos están en “su” mundo y
nosotros seguimos en el “nuestro”. Solo quienes tocan esta carne llena de sol y
salitre, perciben de cerca el drama de este éxodo moderno. Hay miles de
militares, policías, miembros de ONGs, personal de emergencias, voluntarios,
religiosos y religiosas, médicos y enfermeras… que saben de cerca lo que esto
significa y que multiplican sus esfuerzos por aliviar tanto sufrimiento.
Mientras, los estados no encuentran una solución digna y eficaz. No es fácil gestionar
tanto dolor desde un despacho.
Los jóvenes
africanos emigrantes padecen la enfermedad de más difícil cura: la
desesperación. Así lo expresó el conferenciante de ayer. Cuando este virus
ataca a una persona, entonces la vida pierde su razón de ser. Uno es capaz de
cualquier cosa con tal de entrever un futuro. Muchos quieren venir a Europa
porque sienten que, aunque no vayan a encontrar el soñado trabajo, van a ser
respetados. Saben que Europa, a pesar de sus contradicciones y fragilidades,
tiene instituciones fuertes que garantizan el respeto a los derechos humanos,
que no se someten a las veleidades del gobernante de turno. Esto les da seguridad.
Pero esto mismo se convierte en un reto para nuestro trabajo misionero en
África: lograr a través de la educación y la evangelización que se
consoliden instituciones democráticas sólidas al servicio de los ciudadanos y
no de los dictadores de turno. Los mismos jóvenes que se ven obligados a emigrar
pueden ser protagonistas de esta “revolución de la confianza” si encuentran un
mínimo de posibilidades y de apoyo. Hay mucho trabajo por hacer. Me siento orgulloso
de pertenecer a un grupo humano que quiere empeñarse en esta dirección.
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