El próximo domingo 19 de
noviembre se celebrará por primera vez la
Jornada Mundial de los Pobres. Se
trata de una iniciativa querida expresamente por el papa Francisco, que, con este
motivo, nos ha enviado un mensaje titulado No amemos de palabra sino con obras. Es
probable que a algunos amigos de este Rincón
os parezca una jornada más de las muchas que se celebran a lo largo del
año. Estamos saturados de días
mundiales. ¿Quién puede hacerse eco del Día
Mundial del Copyright (1 de enero) o del Día Mundial de los Huevos Asados (2 de noviembre)?
No sé el desarrollo que tendrá en el futuro, pero la Jornada Mundial de los Pobres no se puede poner a la misma altura que otras muchas conmemoraciones. Estamos hablando de unos mil millones de pobres de los más de 7.350 millones de seres humanos que poblamos el planeta Tierra. Y eso sin contar las innumerables “pobrezas invisibles” que escapan a toda estadística y que son las típicas de las sociedades ricas. Al comienzo mismo de su mensaje, el Papa nos reta: “El amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres”. No es, por tanto, un optional (como se dice ahora), sino una consecuencia de la fe y del amor. No es una moda alentada por un Papa izquierdoso que quisiera aplicar a la Iglesia universal su querencia peronista. Estas y otras lindezas corren por la red, pero no son más que excusas para no abordar la cuestión de fondo. ¿Cómo es posible que seamos capaces de realizar enormes proezas técnicas y no hayamos conseguido todavía derrotar la pobreza que mantiene excluidas y marginadas a millones de personas? ¿Qué aporta la fe para resolver este problema de lesa humanidad?
No sé el desarrollo que tendrá en el futuro, pero la Jornada Mundial de los Pobres no se puede poner a la misma altura que otras muchas conmemoraciones. Estamos hablando de unos mil millones de pobres de los más de 7.350 millones de seres humanos que poblamos el planeta Tierra. Y eso sin contar las innumerables “pobrezas invisibles” que escapan a toda estadística y que son las típicas de las sociedades ricas. Al comienzo mismo de su mensaje, el Papa nos reta: “El amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres”. No es, por tanto, un optional (como se dice ahora), sino una consecuencia de la fe y del amor. No es una moda alentada por un Papa izquierdoso que quisiera aplicar a la Iglesia universal su querencia peronista. Estas y otras lindezas corren por la red, pero no son más que excusas para no abordar la cuestión de fondo. ¿Cómo es posible que seamos capaces de realizar enormes proezas técnicas y no hayamos conseguido todavía derrotar la pobreza que mantiene excluidas y marginadas a millones de personas? ¿Qué aporta la fe para resolver este problema de lesa humanidad?
Cuando escuchan estas cosas,
muchas personas de buena voluntad enseguida piensan en hacer algo, en prodigar acciones
de socorro o dar algún donativo. Todo es bienvenido para combatir un monstruo
demasiado grande, pero el papa Francisco
nos pone en guardia frente a una concepción meramente asistencialista y
unilateral de la ayuda: “No pensemos
sólo en los pobres como los destinatarios de una buena obra de voluntariado
para hacer una vez a la semana, y menos aún de gestos improvisados de buena
voluntad para tranquilizar la conciencia. Estas experiencias, aunque son
válidas y útiles para sensibilizarnos acerca de las necesidades de muchos hermanos
y de las injusticias que a menudo las provocan, deberían introducirnos a un
verdadero encuentro con los pobres y dar lugar a un compartir que se convierta
en un estilo de vida”. Más que de
ayuda, se trata de encuentro. No
hay nada más indignante que deslizar unas monedas en la mano de un mendigo sin
ni siquiera dirigirle la palabra o mirarlo a los ojos. Es como quien se
desembaraza de un obstáculo en la calle pagando un peaje simbólico.
La crisis económica mundial que se desató en el
2008 ha agrandado todavía más la brecha entre los muy ricos y los pobres. Una crisis de estas características beneficia siempre
a los que tienen mucho (porque pueden hacerse con más bienes a menos costo) y
perjudica a quienes viven de un salario miserable y siempre recortado en nombre
de los “inevitables” ajustes: “Hoy en día,
desafortunadamente, mientras emerge cada vez más la riqueza descarada que se
acumula en las manos de unos pocos privilegiados, con frecuencia acompañada de
la ilegalidad y la explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la
propagación de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera”.
Cuando uno vive bien, con las necesidades cubiertas y un cierto margen de bienestar,
apenas percibe este drama de cerca. Los
pobres viven en “otro” mundo. Aunque nos separen de ellos unos pocos
metros, la distancia emocional equivale a cientos de kilómetros. No nos dejamos
tocar. Son dos mundos paralelos, como se observa en ciertas megalópolis latinoamericanas
o asiáticas en las que las casas miserables de los pobres están separadas de
los barrios ricos por una simple carretera o un muro de hormigón.
No se trata de echar
sobre nuestra conciencia una de esas culpas que nos mortifican, pero que apenas
alteran nuestro estilo de vida. No hay
nada más inútil y perjudicial que un remordimiento mal administrado. Se trata
de algo más profundo y quizás más sencillo, liberador y eficaz. Se trata de atravesar
el muro físico y emocional que nos separa de alguna persona pobre y experimentar el milagro del encuentro. Todo lo demás
(conversación, ayuda, intercambio, promoción, lucha, etc.) vendrá por
añadidura. Sin encuentro interpersonal todo puede reducirse a un donativo
anónimo, a una estrategia burocrática o a una campaña mediática. Vale más una conversación amigable con una
persona necesitada que un cheque de mil euros. El cheque descarga el
bolsillo y la conciencia. La conversación nos cambia por dentro. Por eso, el
papa Francisco el próximo domingo va a compartir
el almuerzo con 1.500 personas necesitadas en el Vaticano. La comida es un sacramento del encuentro interpersonal.
Es la estrategia usada por Jesús. ¿Podríamos
tal vez nosotros hacer algún gesto parecido? El papa Francisco termina su
mensaje formulando un deseo: “Que esta
nueva Jornada Mundial se convierta para nuestra conciencia creyente en un
fuerte llamamiento, de modo que estemos cada vez más convencidos de que
compartir con los pobres nos permite entender el Evangelio en su verdad más
profunda. Los pobres no son un problema, sino un recurso al cual acudir para
acoger y vivir la esencia del Evangelio”. Ahí queda eso. Santa Isabel de Hungría, cuya memoria litúrgica celebramos hoy, vivió con increíble autenticidad esta verdad evangélica.
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