Hoy ha sido un día
lluvioso en Roma. El otoño se ha hecho sentir. Tal vez por eso he recordado
algunas conversaciones de las últimas semanas en las que varias personas me han
compartido sus dificultades para asumir la “crisis de reducción”; es decir, esa
etapa de la vida -el otoño- en la que parece que todo (el cuerpo, los afectos,
los planes y las fuerzas) entran en una especie de letargo o de pérdida de
vigor. Uno tiene pocas ganas de trabajar. Siente que, a pesar de la experiencia
acumulada, no puede competir con el ímpetu y la audacia de los jóvenes. La
rutina mancilla los afectos hasta convertirlos en costumbres que se sobrellevan
con calma, pero sin emoción. Uno quisiera seguir dando vida a los ideales de
antaño, pero percibe su incapacidad para encarnarlos en el día a día; a menudo,
quedan reducidos a ideales vacíos. El cuerpo da sus primeras señales de alarma:
algunos achaques, cansancios injustificados, pesadez general, apatía… La fe, en
el caso de los creyentes, parece algo perfectamente inútil. No se desecha del
todo, pero no se la experimenta como fuente de sentido y de energía. ¿Qué
hacer? ¿Cómo afrontar esta estación sin morir en el intento?
El otoño es una estación de despojo que anticipa el invierno, pero es también una
estación en la que algunos frutos maduran. Quien pone el acento en las hojas
que caen, en el acortamiento de los días o en la bajada de las temperaturas,
quizás no percibe bien las castañas que maduran, los colores matizados, las
setas que crecen escondidas entre la hojarasca. En cierto sentido, tras los
rigores del estío, el otoño tiene algo de “segunda primavera”. El suelo
quemado por el sol ardiente vuelve a reverdecer con las primeras lluvias. Hay frutos (como algunas variedades de uva,
por ejemplo) que maduran en otoño. Creo que algo semejante sucede en nuestra
vida. Llegados al otoño, uno puede fijarse solo en los signos de reducción
(que, a veces, son evidentes) o puede entrenarse para percibir los signos de
una “segunda primavera”. Es verdad que uno pierde la espontaneidad de la
juventud, pero, a cambio, madura la capacidad de relaciones más profundas y
menos convencionales. Hace menos cosas, pero puede poner una impronta más
equilibrada. En el otoño de la vida, las personas no suelen tener la necesidad de
impresionar a los demás. Están en mejores condiciones para escuchar y servir, para dar lo
mejor de sí mismas sin esperar nada a cambio. Quizás no ríen tanto como en los
años de la mocedad, pero pueden sonreír sin el cinismo que acompaña a menudo la
risa adulta, pueden disfrutar con una especie de ingenuidad recuperada.
¿Qué pasa con la fe?
Santa Teresa de Ávila nos recuerda que “es
tiempo de amar a Dios simplemente porque es Dios”. Podríamos añadir: y no
por las ventajas emocionales o intelectuales que esta fe pueda proporcionarnos. Siempre me ha
costado entender a las personas que dicen: “He
dejado de creer porque me escandaliza la Iglesia”. O: “Ya no voy a misa porque no me gusta este cura”. Comprendo que, en
ocasiones, se trata de desahogos pasajeros, de protestas justificadas, pero la
fe es algo mucho más profundo como para depender de mi actitud ante una persona
o una institución, por significativas que sean. Aprender a creer en Dios “porque
es Dios” es una sabiduría que se puede adquirir en el otoño de la vida. En este
sentido, el “silencio de Dios” se convierte paradójicamente en el mejor camino
para acercarnos a él, para liberar su imagen de todas las distorsiones a las
que la hemos sometido en otras etapas de la vida. Saber estar delante de él sin
pedirle nada, sin exigirle nada, incluso sin agradecerle nada… eso es entrar en
el misterio de la fe. Los hombres modernos sabemos muy bien exigir responsabilidades,
incluso cumplirlas. Lo que no sabemos es colocarnos humildemente ante el Misterio
y adorarlo.
Sé que las palabras no
cambian mágicamente nuestros estados de ánimo y mucho menos nuestras
convicciones y sentimientos, pero nos ayudan a ver el mundo de otra manera. Llegar
al otoño de la vida no es ningún drama: es la evolución normal del ciclo de la existencia. Lo
que sí puede resultar dramático y dañino es concentrar nuestra mirada solo en
los síntomas de reducción, olvidando que todas las etapas de la vida tienen su
ángel y su diablo, su promesa y su tentación. El “otoño de la vida” nos despoja
de algunas realidades y nos introduce en otras. Atreverse a explorar estas
últimas es lo que nos permite seguir viviendo con sentido, esperanza y una
serena alegría.
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