domingo, 3 de septiembre de 2017

Tres imperativos liberadores

Este primer domingo de septiembre me sorprende en un rincón de la sierra madrileña, reunido con dos españoles, un indio y un nigeriano. Juntos preparamos un nuevo proyecto de formación permanente para los misioneros claretianos. Cada año habrá una sesión de otoño en español y otra de primavera en inglés. Hemos comenzado la jornada celebrando la eucaristía del XXII Domingo del Tiempo Ordinario. Nos ha parecido providencial que el evangelio de Mateo proponga el texto que marcó el cambio de rumbo de san Antonio María Claret. Cuando él era un joven estudiante y trabajador en la Barcelona de la revolución industrial, sintió la fuerza transformadora de las palabras de Jesús que leemos en el Evangelio de hoy: “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mt 16,26). Lo cuenta así en su Autobiografía: “En medio de esta barahúnda de cosas, estando oyendo la santa Misa, me acordé de haber leído desde muy niño aquellas palabras del Evangelio: ¿De qué le aprovecha al hombre el ganar todo el mundo si finalmente pierde su alma? Esta sentencia me causó una profunda impresión... fue para mí una saeta que me hirió el corazón; yo pensaba y discurría qué haría, pero no acertaba” (n. 68). Experiencias parecidas tuvieron Ignacio de Loyola, Francisco Javier y muchos otros. Nos encontramos, pues, ante una de esas frases de Jesús que tienen el poder de cambiar la orientación de nuestra vida.

Pero el Evangelio de este domingo no se reduce solo a esa frase. Presenta varios picos. Yo subrayo los tres imperativos que Jesús dirige a sus discípulos de todos los tiempos. Él nos invita a negarnos a nosotros mismos (1), a cargar con nuestra cruz (2) y a ir detrás de él (3). Suena muy mal hablar de la negación de uno mismo en tiempos en los que tanto valoramos el propio yo y todo lo que contribuye a su desarrollo. Nos parece una recaída en las viejas espiritualidades que parecían ir en contra de la persona y su dignidad. Pero no es eso lo que Jesús dice. Si alguien ama la dignidad de la persona, si alguien busca llevar la vida hasta el límite… es él. Negarse a sí mismo significa no ser el centro de todo, no vivir desde una postura egocéntrica y narcisista, desplazar nuestra preocupación hacia los demás. Las personas egocéntricas siempre se preguntan: ¿De qué modo me va a beneficiar esto? ¿Cómo puedo sacar partido de aquello? Practican una suerte de deporte que podría denominarse yo-me-mí-conmigo. Lo que Jesús nos propone es cambiar el tenor de las preguntas: ¿Cómo puedo contribuir a que los demás vivan mejor? ¿Cómo puedo expresar mi preocupación por ellos? El cambio de preguntas significa un cambio de orientación vital. El crecimiento del propio yo viene por añadidura, no por búsqueda obsesiva.

Cargar con la cruz no significa buscar el sufrimiento en sí mismo, como si Jesús fuera un maestro del dolorismo. Cargar con la cruz es la consecuencia del imperativo anterior. Si uno desplaza el centro de sí mismo a los demás, tiene que aprender a aceptar las consecuencias del amor. Estas siempre implican renuncia a lo propio y aceptación de los sufrimientos ajenos. Los jóvenes padres que han decidido tener varios hijos saben muy bien que esa decisión va a significar renunciar a mucho tiempo libre, vacaciones, noches tranquilas… pero lo asumen por amor. Los hijos que asumen el cuidado de sus padres ancianos saben muy bien que eso implica renunciar a salidas, viajes, autonomía… pero lo asumen por amor. Los ejemplos son tantos como personas. En todos los casos, se trata de hombres y mujeres que aceptan “cargar con la cruz” de la entrega a los demás, pagar el precio que supone amar no solo de palabra sino con hechos. Cuando se hace a desgana, forzados por las circunstancias, estas cruces desgastan a la persona y pueden acabar con ella. Cuando se hace con una clara motivación de entrega, estas cruces llevan incorporada la energía de la resurrección. Esta fue la experiencia de Jesús y sigue siendo la experiencia de todos los que se entregan por y con amor.

Ir detrás de Jesús significa pensar como Dios, no seguir la dirección de Satanás. Pedro, que el Evangelio del domingo anterior, había confesado a Jesús como el Mesías, como el Hijo de Dios, es incapaz de comprender que ese mesianismo no es una vía triunfal sino un camino de entrega hasta la muerte. Piensa “como los hombres”, no “como Dios”. No va detrás del verdadero Jesús sino detrás de la imagen que él se ha hecho según sus expectativas de triunfo. En realidad, Pedro somos cada uno de nosotros cuando nos hacemos una fe a la medida de nuestras necesidades, una especie de taller de corte y confección. Nunca sabemos si creemos de verdad hasta que no nos vemos confrontados por la vida, hasta que no tenemos que escoger entre ir detrás de Satanás (es decir, queriendo “ganar el mundo”) o ir detrás de Jesús (es decir, perdiendo la vida por amor para encontrarla definitivamente). Hay que dejar que todo esto nos trabaje por dentro. No basta una lectura rápida y superficial.

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