viernes, 1 de septiembre de 2017

Encarnación es todo el universo

Empiezo septiembre subyugado por la fuerza poética del himno que he recitado hoy en la oración de la mañana. Se fueron las lluvias, volvió el último sol del verano y muchos trabajadores comienzan hoy sus tareas tras el receso de las vacaciones. En Filipinas se aprestan ya a comenzar la preparación de la Navidad. Ya se sabe que este tiempo dura los cuatro meses que acaban en “ber”: September, October, November y December. No quiero ni imaginarme lo mal que lo pasaría yo si en Europa se les ocurriera montar los arbolitos y adornos navideños tras las rebajas de agosto. Espero que no haya ninguna cadena comercial que caiga en la tentación. Faltan pocos días para un nuevo aniversario del 11-S y para la exaltación patriótica de la Diada. Septiembre se promete un mes caliente en todos los sentidos. Habrá que ponerse a salvo. Mientras tanto, me dejo llevar por la carnalidad del himno litúrgico que acabo de recitar. Es como una medicina contra la espiritualidad new age, que, a modo de nuevo gnosticismo, tiende a evaporar todo en la nube de los sentimientos y las emociones. La fe cristiana es pura carne: “Verbum caro factum est”. No me resisto a transcribir la letra del himno:

Así: te necesito
de carne y hueso.

Te atisba el alma en el ciclón de estrellas,
tumulto y sinfonía de los cielos;
y, a zaga del arcano de la vida,
perfora el caos y sojuzga el tiempo,
y da contigo, Padre de las causas,
Motor primero.

Más el frío conturba en los abismos,
y en los días de Dios amaga el vértigo.
¡Y un fuego vivo necesita el alma
y un asidero!

Hombre quisiste hacerme, no desnuda
inmaterialidad de pensamiento.
Soy una encarnación diminutiva;
el arte, resplandor que toma cuerpo:
la palabra es la carne de la idea:
¡Encarnación es todo el universo!
¡Y el que puso esta ley en nuestra nada
hizo carne su verbo!
Así: tangible, humano,
fraterno.

Ungir tus pies, que buscan mi camino,
sentir tus manos en mis ojos ciegos,
hundirme, como Juan, en tu regazo,
y, -Judas sin traición- darte mi beso.

Carne soy, y de carne te quiero.
¡Caridad que viniste a mi indigencia,
qué bien sabes hablar en mi dialecto!
Así, sufriente, corporal, amigo,
¡Cómo te entiendo!

¡Dulce locura de misericordia:
los dos de carne y hueso!



Soy una encarnación diminutiva

El desarrollo de la inteligencia artificial nos va a poner a prueba. La humanidad aspira a ser transhumanidad, a dejar la losa corporal para reducirse a un conjunto de microchips que pueden activarse a distancia. La técnica tiene sus proyectos. Nosotros tenemos nuestros relatos. La Biblia insiste en que fuimos hechos de la tierra, una forma concreta y bella de afirmar que – como canta el himno litúrgico – “hombre quisiste hacerme, no desnuda / inmaterialidad de pensamiento”. La fe cristiana, en contra de ciertas corrientes maniqueas, valora mucho el cuerpo. En el Credo protesta la resurrección de la carne, no la inmortalidad del alma.  Cada ser humano es como una maqueta del Cristo total encarnado, hecho tierra, hecho carne. Por eso, contra todo espiritualismo, uno puede gritar: ¡Soy una encarnación diminutiva! Mi carne es algo más que circuitos neuronales bien conectados, algo más que los veinte euros que costaría adquirir en una droguería los productos químicos de que consta mi cuerpo, algo más que fuerzas electromagnéticas gravitando!

¡Encarnación es todo el universo!

En realidad, todo el universo es una gigantesca encarnación de energía. El hágase del Génesis significa el paso de la idea a la acción. Es verdad que la física actual ha corregido nuestras ideas simplistas sobre la materia, pero eso no resta un ápice a la fe cristiana en la creación como gran proceso encarnatorio. Es verdad que la Tierra es un granito casi insignificante en este Universo en expansión. Es verdad que cada vez con más frecuencia se habla de la posibilidad de vida extraterrestre. Es verdad que muchos cuestionan el principio antrópico como una fantasía sin fundamento. Es verdad que a muchos les resulta absurdo – quizás hasta molesto – creer en la existencia de un Dios que es el origen y meta de todo, pero en este escándalo consiste nuestra fe.

¡Qué bien sabes hablar en mi dialecto!

El Cristo que se hace hombre es la cumbre del proceso de encarnación. En él la divinidad se hace carne y la humanidad alcanza su cumbre. En este descenso crístico, Dios se hace uno de nosotros, pero no como uno de esos extraterrestres que aparecen en las películas de ciencia ficción, sino como un ser humano que llora, ríe, habla arameo y vive todas las experiencias de búsqueda, dolor, angustia, gozo y esperanza que vivimos los humanos. El Cristo ha aprendido el dialecto de la humanidad, no se ha convertido en un oráculo que habla desde la distancia o desde el anonimato de un microchip. Le entienden todos: los niños y los ancianos, los letrados y los analfabetos, los ricos y los pobres... Solo los autosuficientes le miran por encima del hombro.


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