sábado, 29 de julio de 2017

Marta no solo sirve, también cree

¡Qué raro que el año pasado, tal día como hoy, no dijera ni una sola palabra sobre santa Marta, cuya memoria es tan popular! Quizá estaba pendiente de la JMJ de Cracovia o tal vez no quise repetir lo que ya había escrito el 8 de marzo cuando hablé de La trabajadora Marta de Betania. Ahora, en el día de su fiesta, quiero contemplarla desde otro ángulo: no solo como mujer servicial y atareada sino como la amiga de Jesús que aprende a creer en él, después de haberle reprochado que no hubiera acudido a tiempo a curar a su hermano Lázaro, reproche que, por otra parte, implicaba ya una gran fe en el poder taumatúrgico de Jesús. La frase que el evangelio de Juan pone en sus labios es una confesión de fe: “Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo” (Jn 11,27). Sería interesante hacer la exégesis de este pasaje, pero no es el momento. Partiendo del caso de Marta, me limitaré a hablar de una situación que me inquieta en los últimos años y que tiene que ver con la postura de la mujer ante la fe. Se suele decir, con trazo muy grueso, que en el siglo XVIII la Iglesia perdió a los intelectuales y artistas; en el XIX, a los obreros; en el XX, a los jóvenes; y en el XXI... puede perder a las mujeres, su auténtica reserva espiritual.

Desde niño he creído que la mujer es más religiosa que el varón, o, por lo menos, más practicante. Puede parecer un trasnochado prejuicio sexista, pero me parece que muchas personas piensan lo mismo, incluyendo algunas mujeres críticas. Basta asomarse a una iglesia para comprobar que las mujeres suelen ser más que los hombres a la hora de la práctica religiosa. Es como si su experiencia de “generadoras de la vida” las introdujera en la esfera de lo sagrado, como si fueran la expresión humana de la creatividad y misericordia de Dios. Pero las cosas no son ni tan obvias ni tan universales. Conozco mujeres de mi generación que exhiben un agnosticismo impúdico, cuando no un ateísmo combativo. Es como si, en su camino de liberación personal, hubieran necesitado desembarazarse del corsé religioso, último residuo del patriarcalismo cultural dominante. Basta echar un vistazo a las campañas agresivas de algunos movimientos feministas que reivindican el derecho al aborto o al uso libre del propio cuerpo. Creer en Dios significa para ellas alimentar un mito que no hace sino perpetuar el predominio del varón sobre la mujer. Según estas feministas, el relato del Génesis, en el que se describe con gruesos símbolos la creación de la mujer a partir de la costilla del varón, legitima teológicamente esta manera de ver las cosas. Podría poner algunos ejemplos un poco chocantes de teólogas feministas que se han cebado con este relato y que, en su afán desmitificador, le han dado la vuelta como a un calcetín.

Casi todas mis amigas son creyentes. Algunas son un constante punto de referencia para mí por su profundidad, sensibilidad, honradez y compromiso. Pero otras mujeres de mi entorno, pertenecientes al segundo círculo relacional, son abiertamente agnósticas, al igual que varias intelectuales, políticas, escritoras y artistas de moda. El agnosticismo es, hasta cierto punto, la postura más cómoda, aunque conlleva también una fuerte dosis de inseguridad y tristeza. Le sitúa a uno como en tierra de nadie. Aparentemente, no tienes que pagar impuestos racionales y emocionales, pero eso no significa que todo esté resuelto. Basta suspender el juicio sin dar muchas explicaciones. Es suficiente con decir −eso sí, con gesto circunspecto− que no hay argumentos para afirmar que Dios existe o que no existe. Denota, a primera vista, una clara superioridad intelectual; además, uno se libra de ser acusado de creyente pasado de moda o de profesar un ateísmo dogmático que canta mucho en tiempos de creencias líquidas. El agnóstico no tiene que defender los colores de ningún equipo. Puede ser respetuoso o cínico sin dar muchas explicaciones. Todo depende de su talante, del interlocutor y del momento. iHasta se puede permitir hacer una aproximación fingidamente académica a Despacito!

¿Qué tiene que ver todo esto con la buena de Marta de Betania? Nada y todo. Nada porque Marta es una mujer de una época en la que era inimaginable concebir la vida sin Dios; por tanto, su vida está muy alejada de la vida de las mujeres de hoy. Todo porque simboliza el tránsito de una fe, basada en la admiración, a una fe que confiesa el misterio de Jesús. Es, pues, una creyente que evoluciona. En el versículo de Juan, citado antes, se acumulan tres títulos cristológicos sobrecargados de significado: Señor, Mesías e Hijo de Dios. En Marta veo a todas las mujeres que fueron educadas de niñas en la fe cristiana, la abandonaron en su adolescencia y juventud y ahora, en plena madurez, se hacen preguntas que no acaban de encontrar respuesta. En Marta veo a mis amigas inquietas, inconformistas, hartas del machismo ibérico y del clericalismo eclesial y, al mismo tiempo, sensibles al Misterio que se cuela por las rendijas de la vida cotidiana. Mujeres fuertes, independientes, a veces un poco arrogantes, pero con una capacidad de ternura que necesita encontrar un destinatario a la altura de su anhelo. Ese destinatario no puede ser otro que Dios mismo. No es imposible que, de la mano de Jesús, encuentren lo que buscan. Nunca es demasiado tarde. Por cierto, Dios no es ningún enemigo de la realización femenina sino su más claro promotor.




1 comentario:

  1. Buenos días Gonzalo... No puedo vivir sin creer en Dios aunque todo el día esté discutiendo con Él y en mis tres novelas aparece la figura de Dios, a veces tamizada y los personajes debatiéndose en la creencia... Feliz finde

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