martes, 11 de abril de 2017

Disfrutar del perdón

Ayer, junto con otros compañeros, estuve confesando a un nutrido grupo de niños y niñas de 10 y 11 años. Para facilitar el encuentro, antes incluso de hacer la señal de la cruz, los acogí con un breve saludo: Buon giorno, come stai? (Buenos días, ¿cómo estás?). Ellos, con pocas variantes, me respondieron: Molto bene, e tu? (Muy bien, ¿y tú?). El molto bene lo encuentro lógico. Es la respuesta cortés que siempre se da. Lo que me sorprendió fue ese ¿Y tú? dicho con total espontaneidad y con la perfecta vocalización típica de los niños italianos. Era una forma de entrar en diálogo, de ponerse a la altura de un adulto. Algunos vacilaban entre tratarme de usted o de , pero la mayoría optó por el sin titubeos. A partir de ahí, con idéntica naturalidad, comenzaban a desgranar sus pecados. En ningún caso observé miedo, vacilación o disgusto. Al contrario, para ellos era agradable compartir lo que vivían en su casa, en el colegio y con sus amigos. Casi todos me confesaban que por la noche hablaban con Jesús. Uno, que debía de tener ya casi 12 años, me dijo con mucha sinceridad que no estaba seguro de creer en Jesús porque hasta ahora no lo había visto. Era su primera “crisis de fe”. Regresé a casa sereno, con la impresión de haber sido introducido en los misterios de la Semana Santa a través del magisterio limpio de unos niños libres y felices. Se encuentran en esa franja de edad en la que ya no son niños pequeños –de hecho, saben muchas cosas–, pero no han atravesado todavía la línea roja de la desconfianza.

Los adultos hemos perdido la capacidad de llamar a las cosas por su nombre y de sentirnos a gusto actuando así. La educación moralizante y las experiencias negativas nos convierten en maestros en el arte del fingimiento, los eufemismos, la diplomacia y en algunos casos la ocultación. Llega un momento en que tenemos miedo de la realidad. Si algo supone el sacramento de la Reconciliación, como experiencia humana, es disfrutar de un espacio en el que podemos volver a llamar a las cosas por su nombre sin tener que guardar las apariencias, sin la obsesión de presentar una imagen arreglada y, por supuesto, sin temor a ser juzgados por lo que somos. ¡Lástima que muchas personas hayan perdido esta posibilidad liberadora por culpa de experiencias negativas vividas en el pasado o simplemente por vergüenza, inhibición o falta de oportunidades! Donde no tenemos posibilidad de disfrutar de experiencias genuinas de reconciliación y sabiduría solemos recurrir a las terapias. Una persona que nunca puede ventilar su conciencia con libertad, que no se siente escuchada con respeto y atención, que no experimenta la gracia del perdón, acaba siendo prisionera de sí misma. A primera vista, parece más autónoma, más fuerte, pero, en realidad, se asienta sobre bases muy frágiles. Solo los que se abajan son realmente fuertes.

La Semana Santa es una oportunidad para experimentar el poder sanador de la Reconciliación. Ya sé que en determinadas etapas de nuestra vida nos engañamos a nosotros mismos con eso de Yo me confieso con Dios, que –dicho sea de paso– es lo más profundo que se puede decir, pero ese con Dios encuentra su fuerza simbólica y terapéutica en el con un hermano que hace visible el encuentro sanador con el Padre misericordioso, que lo redime de su carácter abstracto e intimista. Necesitamos buenos confesores para que haya penitentes libres y maduros. El papa Francisco repite hasta la saciedad que los confesores deben ser una expresión nítida de la misericordia de Dios. Para ello, necesitan ser hombres de oración: “Un confesor que reza sabe bien que él es el primer pecador y el primero en ser perdonado. Entonces la oración es la primera garantía para evitar cualquier actitud de dureza, que inútilmente juzga al pecador y no el pecado”. El confesor debe ser también un hombre educado en el arte del discernimiento: “El discernimiento educa la mirada y el corazón, permitiendo aquella delicadeza de ánimo tan necesaria ante quien nos abre el sagrario de su propia consciencia para recibir luz, paz y misericordia”. La confesión es también una experiencia de evangelización: “No hay, de hecho, evangelización más auténtica que el encuentro con el Dios de la misericordia”.


¡Cómo me gustaría acercarme al sacramento con la frescura y libertad con que lo hicieron ayer los niños a los que confesé! Reconozco que me ayudaron más que algunas reflexiones sesudas que he leído sobre la teología del sacramento. Los pequeños siempre son maestros de las cosas importantes.

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