viernes, 21 de abril de 2017

Amor con humor se paga

Me agotan por igual los que siempre están haciéndose los graciosillos a base de chistes malos y los que no tienen el más mínimo sentido del humor. Por contra, me estimulan mucho los que salpimientan la vida cotidiana, sobre todo los momentos más solemnes, con un toque de ironía. Es verdad que hay un humor ácido y corrosivo, propio de personas con problemas hepáticos a los que la vida les ha dado un puñetazo en la boca del estómago que ha acabado interesando el hígado. Pero el verdadero humor es siempre compañero del amor y hermano pequeño de la esperanza. Así que se podría decir también que el humor es uno de los frutos del tiempo pascual. ¿Qué Pascua es esa en la que uno no puede esbozar una sonrisa pícara ante la muerte y sus comparsas? Hace más por la vida quien provoca una sonrisa o una carcajada que quien descubre una vacuna contra el tétanos. Si sonriéramos a menudo, activaríamos el sistema circulatorio y el inmunológico. En fin, que viviríamos más y con más sosiego. Los dictadores y los criminales no saben hacerlo; por eso tienen que recurrir a un uso nefando del poder o a somníferos sin receta médica. No se han enterado de que Cristo ya no está en el sepulcro. La resurrección les produce urticaria.

Todo esto me lo ha recordado el magistral discurso que ayer pronunció Eduardo Mendoza en Alcalá de Henares con motivo de la entrega del Premio Cervantes. En él confesó que ha leído el Quijote de cabo a rabo cuatro veces: en la escuela (siendo adolescente), de bachiller (diez años más tarde), de mayor (cuando, al menos nominalmente, “era un buen padre de familia”) y en los últimos meses (una vez conocida la concesión del premio Cervantes). Se confiesa gran admirador del universal escritor alcalaíno: “He sido y sigo siendo un fiel lector de Cervantes y, como es lógico, un asiduo lector del Quijote. Con mucha frecuencia acudo a sus páginas como quien visita a un buen amigo, a sabiendas de que siempre pasará un rato agradable y enriquecedor. Y así es: con cada relectura el libro mejora y, de paso, mejora el lector”. En cada lectura completa ha descubierto algo nuevo. Destaco el descubrimiento que hizo en la tercera: “Lo que descubrí en la lectura de madurez fue que había otro tipo de humor en la obra de Cervantes. Un humor que no está tanto en las situaciones ni en los diálogos, como en la mirada del autor sobre el mundo. Un humor que camina en paralelo al relato y que reclama la complicidad entre el autor y el lector. Una vez establecido el vínculo, pase lo que pase y se diga lo que se diga, el humor lo impregna todo y todo lo transforma”.

Para mostrar que, en efecto, el verdadero humor lo impregna todo, espigo dos referencias de su discurso que me han hecho sonreír. La primera se refiere a su estado de salud actual: “De nada me puedo quejar e incluso ha mejorado mi estado de salud: antes padecía pequeños desarreglos impropios de mi edad y ahora estos desarreglos se han vuelto propios de mi edad”. La segunda es una anécdota que le ocurrió hace tiempo cuando vivía en los Estados Unidos. Tiene que ver con el uso del idioma: “Hace muchos años, cuando yo vivía en Nueva York, quedé en un bar con un amigo, ilustre poeta leonés. Como vimos que la camarera que nos atendía era hispanohablante, probablemente portorriqueña, cuando vino a tomarnos la comanda nos dirigimos a ella en castellano. La camarera tomó nota y luego nos preguntó si éramos franceses. Le respondimos que no. ¿Qué le había hecho pensar eso? Oh, dijo ella, como habláis tan mal el español…”. Sin comentarios. Para que luego algunos se empeñen en acotar con precisión la pureza y la impureza, lo cabal y lo desarreglado. ¡Una camarera reprocha a todo un futuro premio Cervantes lo que ella considera un mal uso del castellano y se queda tan fresca!

Eduardo Mendoza me ha hecho recordar a otro gran humorista que también me enseña a ver la vida con humildad: el escritor británico G. K. Chesterton. Sus frases célebres son incontables: “El periodismo consiste esencialmente en decir que lord Jones ha muerto a gente que no sabía que lord Jones estaba vivo”; “El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas”; “A algunos hombres los disfraces no los disfrazan, sino los revelan. Cada uno se disfraza de aquello que es por dentro”; “Si no logras desarrollar toda tu inteligencia, siempre te queda la opción de hacerte político”; “El gran clásico es un hombre del que se puede hacer el elogio sin haberlo leído”; “Los ángeles pueden volar porque se toman a sí mismos a la ligera”. Y para terminar: “El hombre puede ser un escéptico sistemático; pero entonces no puede ser ya ninguna otra cosa; y ciertamente tampoco un defensor del escepticismo sistemático”.

Las parábolas de Jesús son, en su mayoría, relatos cargados de humor e ironía. ¡Lástima que las traducciones a las lenguas modernas y nuestro desconocimiento del contexto originario nos impidan percibirlas en toda su fuerza cómica e irónica! Cuando leo alguna reflexión teológica que no deja el menor resquicio al humor, me echo a temblar, porque ¿cómo se puede respetar el Misterio si no es desde el humor que se estremece? Es una de las cosas que más admiro en la decoración de los templos hindúes y también en muchos capiteles románicos de nuestra vieja Europa: las representaciones cómicas y divertidas de la vida humana y de los dioses. El buen humor consiste precisamente en eso: en percibir la grandeza del Misterio, observar nuestra radical pequeñez y esbozar una sonrisa ante tamaña desmesura. Por eso, los mejores humoristas son siempre los santos. Nadie como ellos se ha acercado tanto al Misterio y nadie ha vivido tan a fondo la condición humana. ¡Que se lo pregunten a santa Teresa de Ávila! Por mal que nos vaya, estamos vivos. Pongamos ritmo a esta jornada de primavera.





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