jueves, 6 de abril de 2017

Desde la otra orilla

Anteayer tuve una larga conversación con un amigo mío que, además de sus tareas académicas y pastorales, trabaja como capellán en una clínica romana. Celebra a diario la Eucaristía en la capilla de la planta baja y un par de veces por semana visita todas las habitaciones. Lleva una bata blanca para identificarse como miembro del personal sanitario. En cualquier momento puede ser llamado para una emergencia. Por lo general, los enfermos y familiares agradecen su visita, pero no faltan algunos que lo despachan con cajas destempladas. Ha sido testigo de muchas historias rabiosamente humanas. Uno no va a una clínica por placer o entretenimiento. Acude porque no hay más remedio, cuando la enfermedad llama a la puerta. Entonces se desencadena un proceso que no suele darse en la vida sana. Cuando uno está bien se siente seguro y autónomo. Parece que la vida no va terminar nunca, que son los otros quienes pierden la salud y mueren. Pero cuando cae enfermo –el verbo caer es ya toda una declaración– experimenta la falta de firmeza, solo mitigada por las atenciones de los cuidadores y familiares.

¿Qué lugar ocupa Dios cuando uno está sobre la mesa de una sala de operaciones o postrado en una cama de la unidad de cuidados intensivos, o aburrido en su habitación? Mi amigo ha aprendido mucho en estos años de trabajo pastoral con los enfermos. Comenzaré por una anécdota. Un día entró en una habitación y, como de costumbre, preguntó al paciente cómo estaba. Él, ya anciano, respondió sin rodeos: Mal, muy mal. A mi amigo se le escapó un Lo siento (Mi dispiace) rápido y obsequioso. El enfermo no se dejó vencer por la cortesía. Atacó sin piedad: No diga que lo siente porque no es verdad. Mi amigo tampoco se anduvo con rodeos: Lleva razón. El viejo enfermo no se esperaba una respuesta tan breve y sincera. Enseguida bajó la guardia: Me gusta que los curas digan la verdad. A partir de ahí se desencadenó una conversación a tumba abierta. Ya no era necesario fingir nada: ni dureza (por parte del enfermo) ni cortesía (por parte del capellán). La vida se abría camino con la fuerza de la verdad. El enfermo fue explícito: Uno nunca sabe qué es la vida hasta que no se ve postrado. Y Dios entró por la puerta de la experiencia más humana: la de la fragilidad. No hizo falta hacer elucubraciones librescas. No hay mejor libro que la vida misma en toda su impúdica crudeza.

Mi amigo, que es muy reflexivo, aprendió la lección. Hablar de Dios a gente satisfecha es batalla casi perdida. Cuando nos bastamos a nosotros mismos, Dios es la realidad más superflua. ¿Qué necesidad tiene de Dios un joven de 20 o 30 años, en la plenitud de sus fuerzas físicas y mentales, ansioso por comerse el mundo? ¿Para qué necesita de Dios un ejecutivo de 40 años que disfruta de un buen sueldo y tiene satisfechas sus necesidades? Incluso aunque parezca religioso, las puertas de su vida suelen estar cerradas o, a lo más, entreabiertas. Quizás no excluye a Dios. Lo acepta con tal de que no dé mucha guerra. Pero, tarde o temprano, el curso de la vida toma un rumbo inesperado. No hay excepciones. El enfermo de la clínica de mi amigo capellán hizo una confesión que ya quisieran para sí los mejores teólogos: Padre, solo desde la otra orilla, desde la cruz, se entiende algo el misterio de la vida. No era la conclusión de un ensayo teológico sino el balance de toda una vida hecho en el laboratorio de la cama de un hospital. Desnudo de todo –tanto física como mentalmente–, libre de toda apariencia impostada, el enfermo anciano tocó con la punta del alma sus propios límites. Y vio que allí donde uno teme encontrarse con el vacío absoluto se insinuaba una presencia. Aquí no hay trampa ni cartón. Solo la vida en estado puro, sin  el papel celofán que la envuelve en el día a día para que no sintamos su fragilidad y mancillemos su belleza.

¿Hace falta caer enfermo para descubrir a Dios? No, no es esa la conclusión de mi amigo. Dios no juega a derrotarnos para luego exhibir su poderío otorgándonos una salvación humillante. Hace falta vislumbrar la otra orilla de la vida y tener la humildad de abrir la puerta del corazón y de la mente. Lo demás viene por añadidura. Aquí no hay vencedores y vencidos. Solo la experiencia de ser amado cuando parece que desaparece la tierra debajo de los pies. 

2 comentarios:

  1. Alejandro J. Carbajo, C.M.F.6 de abril de 2017, 9:53

    Es verdad. Desde el hospital se ve todo de otra manera.

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    1. Sé que lo dices por experiencia. Esto es lo que cuenta. Gracias.

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