¡Por fin, después
de 24 horas desde que salí de casa, estoy en una de nuestras comunidades de Manila! Todo transcurrió
muy bien… excepto la última etapa. El viaje del aeropuerto
internacional Ninoy Aquino a la comunidad claretiana de Quezon City se demoró casi
tres horas. Hacía tiempo que no padecía un tráfico tan congestionado y caótico. Quizás
solo en Lagos y Calcuta he visto algo semejante. Nuestro conductor, conocedor
de los intríngulis de Manila, asumía la situación con paciencia oriental. Yo,
cansado de muchas horas de avión, no mostraba una actitud tan obsequiosa, pero,
al final, tuve que plegarme a la realidad. Hasta que ajusté mis expectativas a
lo que estaba viendo por la ventanilla del coche, me dieron ganas de gritar:
¡Por favor, sacadme de aquí! En un momento dado tres ambulancias lograron abrirse paso en
la jungla de vehículos a base de hacer sonar las sirenas como si fuera a
estallar la tercera guerra mundial. Se me acabaron los temas de
conversación. Opté por echar una cabezadita para hacer más soportable el infierno.
¡Menos mal que hacía unos minutos que había dejado de llover! De lo contarrio, el caos hubiera sido soberano.
El tráfico de las
grandes ciudades me parece un símbolo de la trampa en la que nos encierra la
sociedad del consumo. Hemos inventado los vehículos para desplazarnos con más
rapidez y comodidad, pero, superado el umbral razonable, se vuelven en contra
de nosotros. Nos hacen perder tiempo, ponen a prueba nuestros nervios, sacan de
nuestra bodega nuestros peores sentimientos y encima contaminan el ambiente. Encerrado
en el coche blanco que me transportaba, rodeado por centenares de vehículos de
todo tipo (incluidos los famosos yipnis), me sentí como un prisionero que no tiene
escapatoria. Imagino que habéis tenido a veces esta misma sensación cuando os
habéis quedado entrampados en un atasco. No hay nada que hacer. No es posible
avanzar pero tampoco girar a la izquierda o a la derecha o retroceder. Uno se
deja llevar por la marea con la confianza de que, más tarde que temprano, llegará
a su destino. Quienes nos enfrentamos a estas experiencias de vez en cuando lo
pasamos mal. Quienes las padecen a diario han desarrollado mecanismos de
supervivencia. Sintonizan en la radio un programa de su agrado, aprovechan para
hablar por el teléfono móvil (modelo manos
libres, se entiende) o, si llevan compañeros, se enzarzan en una
conversación divertida.
¿No es la vida
actual –urbana, masificada, consumista– una especie de ejercicio de resistencia
en medio del embotellamiento vital? Podemos estresarnos, desesperarnos, protestar... o desarrollar
estrategias positivas de resiliencia. Podemos volvernos agresivos con los demás o tratar
de hacernos cómplices para sobrellevar del mejor modo las circunstancias
adversas. Y, desde luego, podemos aprender de la experiencia para no cometer los
mismos errores. En fin, esta es la primera lección que me deparó Manila entre
las 5 y las 8 de la tarde de ayer martes. El efecto romántico de la superluna se esfumó pronto. Bueno, en realidad, hubo otra novedad, aunque relativa: en
Manila ya es Navidad desde el pasado mes de septiembre. Todo está decorado como si estuviéramos en plenas fiestas. Es bien sabido que en Filipinas la Navidad
comercial abarca los cuatro meses que terminan en er en inglés; o sea, September,
October, November y December. Para el
comercio no existe el Adviento. Lo que importa es vender cuanto antes. Que sea
en nombre de Jesús, de Buda o de Mahoma es secundario. Casi me entraron ganas de cantar: Pero mira cómo beben los peces en el río. ¡Ver para creer!
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