El último domingo
del año litúrgico ha comenzado aquí en Alfonso, Filipinas, siete horas antes que en Roma y catorce horas
antes que en Bogotá. Estar en el extremo Oriente tiene algunas ventajas. Cuando
escribo estas líneas todavía el papa Francisco no ha clausurado el Año de la
Misericordia. Aquí, en Filipinas, todo tiene ya el sabor del fin: fin del
jubileo, fin del año litúrgico y fin de nuestro retiro. Solo cuando nos
situamos en el final de algo comprendemos mejor en qué consiste. Con la solemnidad de Cristo Rey del Universo la liturgia nos invita a situarnos en el final de la
historia, cuando Cristo reine sobre todo. Entonces, comprenderemos que, por
muchas batallas que hayamos perdido (y Dios sabe que son muchas), la victoria
final está asegurada. Nada ni nadie puede arrebatar a Cristo el reinado del
amor. No hay evolución cósmica, régimen político, avance científico o
chifladura humana que tengan la última palabra porque solo Él es el principio y
el fin, el alfa y la omega. Esta certeza en la victoria final arroja un chorro
de esperanza sobre todos aquellos que proseguimos nuestro camino entre
tinieblas, a menudo tentados por el desánimo, con ganas de tirar la toalla.
Solo quien sabe dónde está la meta saca fuerzas para seguir avanzando.
Mientras
recorremos este camino (a veces, a tientas; otras, con la mirada larga), no nos
sentimos ni súbditos de poderes absolutos (somos indómitamente rebeldes) ni
simples ciudadanos de la polis humana (somos incurablemente celestiales). Nuestro estatuto es el de hijos del Padre y discípulos de su Cristo. Ponemos
nuestros pies donde él ha puesto sus huellas. Siguiéndolo a él sabemos que no
vamos a errar. Nos sentimos cristianos. Saboreamos el orgullo de este nombre
que hace referencia a un Rey entronizado en la cruz, ridiculizado por los
grandes de este mundo y creído por los pequeños, orillado por los sabios y
acogido por los humildes. Nuestro Rey solo dispone de un arma, la más poderosa
que existe porque es el arma de Dios: un amor incondicional a prueba de
insultos y salivazos, de coronas de espinas y crucifixiones, de traiciones y
olvidos. Solo este amor puede derrotar tanto mal acumulado a lo largo de la
historia. Mirándolo a él, traspasado y vejado, tenemos motivos para no sucumbir
al poder del mal. Ninguna tentación, por seductora que sea, va a ser más
irresistible que su mirada de amor desde lo alto de la cruz. Si el ser humano
puede caer víctima del poder, del sexo o del dinero, dejándose mirar por él se
levanta con la dignidad del amor.
Los súbditos
obedecen; los ciudadanos participan. Son los verbos que la historia nos ha
enseñado a conjugar. Solo los discípulos de Cristo Rey aman porque, aunque
sean torpes con la gramática, es el único verbo que manejan con soltura.
Durante el pasado Año de la Misericordia hemos aprendido que el nombre de Dios
es misericordia y que ésta –aunque se haya terminado el Jubileo– nunca pasa de
moda. Hemos aprendido que las actitudes rígidas e inflexibles, aunque se
revistan con el ropaje de la coherencia, nunca expresan lo que Dios es porque
en él verdad y misericordia se funden, coinciden, se iluminan. La verdad sin
misericordia es un arma arrojadiza que solo sirve para herir. La misericordia sin
verdad es un sentimiento efímero que no construye nada. Como discípulos de Cristo,
hemos aprendido a ser verdaderos siendo misericordiosos y a practicar la
misericordia que es reflejo de la verdad.
El Evangelio
de hoy es enormemente rico y sugerente. Os dejo con las explicaciones
detalladas del amigo Fernando Armellini. Yo me he limitado a compartir con
vosotros una “reflexión filipina” que me sale de dentro. La exégesis se ha
quedado en retaguardia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.