Era poco más de
mediodía. Caía el sol en picado mientras una brisa suave temperaba el ambiente.
Los 18 claretianos peregrinos estábamos en medio del lago de Genesaret a bordo
de un barco que detuvo sus motores para dejarse llevar suavemente por las olas.
Entonces, envueltos por un silencio impresionante, escuchamos el pasaje del evangelio
de Marcos que habla de la invitación que Jesús hace a sus discípulos a retirarse
a un lugar solitario, de la avalancha de la gente que los sigue, de la
compasión de Jesús, de la multiplicación de los panes y los peces y de la
misteriosa visita de Jesús caminando sobre las aguas. Todo el pasaje es como un
concentrado vitamínico de esencia cristiana: silencio, compasión, eucaristía,
misión, fe... Sí, fue inevitable cantar Pescador
de hombres. Esta vez el canto quedó redimido de su insoportable rutina. Sonaba
a nuevo: Tú has venido a la orilla, no
has buscado ni a sabios ni a ricos… El estribillo, cantado a dúo, tuvo aún
más fuerza: Señor, me has mirado a los
ojos, sonriendo has dicho mi nombre. En la arena he dejado mi barca, junto a ti
buscaré otro mar. Era como si Jesús mismo se hiciera presente en medio de
nosotros invitándonos a remar mar adentro, a no contentarnos con una vida
rutinaria, a dejar las comodidades y a navegar con confianza. Tras unos
instantes de silencio, formamos un círculo en la cubierta del barco, nos
agarramos de la mano, respiramos hondo y entonamos juntos el Padrenuestro. Éramos 18 claretianos y un
guía local, un cristiano árabe nacido en Jerusalén. En realidad, nos sentimos
en comunión con la humanidad entera, con la naturaleza, con toda la creación de
Dios. Tuvimos la sensación –quizá nunca tan literal como hasta ese momento– de
que todos vamos en el mismo barco. Nos salvamos juntos o perecemos juntos. La
humanidad es la familia de Dios.
Fue el momento
culminante de una jornada que empezó antes en el monte de las Bienaventuranzas.
La proclamación del capítulo 5 de Mateo tuvo también otro sabor. Oramos por
aquellos que pertenecen sin ningún esfuerzo a la categoría de los preferidos de
Dios. Bajamos hasta los restos de Cafarnaúm, cuartel general de Jesús durante su ministerio en torno al lago y a
la via maris, y una de las tres
poblaciones malditas que no han levantado cabeza a lo largo de dos milenos. Las
otras dos son Corazín y Betsaida. Son símbolos de todos los que han recibido
mucha gracia y no han sabido responder con el obsequio de la fe. Cafarnaúm hoy
día no es más que un conjunto arqueológico sin más presencia humana que la
comunidad franciscana que lo custodia y los muchos turistas y peregrinos que lo
visitan. La llamada casa de Pedro concentra
nuestra atención. En los restos de la sinagoga recordamos el capítulo 6 de
Juan. Antes de embarcarnos, nos da tiempo a celebrar la Eucaristía al aire
libre, en la orilla del lago. Hay una emoción contenida en todos. ¿Cuántas
veces puede uno hacer memoria del Cristo muerto y resucitado en el mismo
escenario en el que él anduvo proclamando la llegada del Reino de Dios? El
pasaje de Juan 21 nos recuerda el desayuno del Resucitado con los suyos y el
encargo pastoral a Pedro: Apacienta mis
corderos.
Tras el almuerzo
a base del famoso “pez de san Pedro”, emprendemos rumbo al monte Tabor. La
tarde está cayendo. Sopla un viento frío. El arquitecto franciscano Antonio Barluzzi consiguió construir una hermosa basílica para conmemorar la
experiencia de la transfiguración de Jesús. Junto a las capillitas laterales
dedicadas a Moisés y Elías, se alza el cuerpo central de la iglesia dividido en
dos planos, con un altar en cada uno de ellos, para simbolizar el Cristo humano
y el Cristo transfigurado. El conjunto es bellísimo. Leemos la versión que
ofrece el capítulo 17 de Mateo. Y desde la terraza exterior contemplamos la
inmensa y fértil llanura de Esdrelón, con Naím al fondo, mientras por el
Carmelo se recorta el sol poniente. Nada suena a dejà vu. Todo tiene el aire de un estreno. Regresamos a nuestro
hotel de Nazaret en silencio, como “guardando todo en el corazón”, algo
derrotados por el cansancio del día, pero contentos de haber vivido una “pequeña
revelación” en los escenarios de las “grandes revelaciones”. Mañana será otro
día. Laudetur Jesus Christus.
¡Saludos a todos los hermanos!
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