Ayer, en un
encuentro con un grupo de jóvenes claretianos filipinos, uno de ellos me espetó
a quemarropa: “¿Qué se piensa en Europa de nuestro presidente Duterte?”. Le
dije que dudaba mucho de que la mayoría de los europeos supiera quién es Rodrigo Duterte,
el polémico sexto presidente de la quinta República Filipina. Haciendo de
gallego, le devolví la pregunta: “¿Y qué pensáis vosotros? ¿Por qué la gente lo
ha votado sabiendo que toma medidas drásticas y muchas injustas?”. La respuesta que me
dio me pareció convincente. Incluso ayuda a entender también el triunfo de Donald Trump en las
recientes elecciones presidenciales en los Estados Unidos. El joven filipino me
dijo sin pestañear: “Porque es uno de los nuestros”.
Con esa frase quería decir
–como luego me explicó en privado– que habla como la gente de la calle, dice tacos
en público, no se anda con argumentos académicos, promete orden y seguridad, reivindica
el orgullo de ser filipino, quiere limpiar la calle de toxicómanos y mendigos…
O sea, no es uno más del establishment. O,
por decirlo con palabras de los seguidores de Podemos en
España o del movimiento 5 Stelle en
Italia, no pertenece a la casta; es
decir, a esa clase formada por
personas provenientes de las grandes familias, educadas en las mejores
universidades y casadas con miembros de otras ramas de la oligarquía que se van
turnando en el control del poder político y, sobre todo, económico.
Creo que en
muchos lugares del mundo se está viviendo un tremendo hartazgo de los políticos
tradicionales. Se los ve como una clase que piensa, habla y actúa de una manera
muy alejada del común de los mortales, que busca medrar y que se blindan con
los galimatías de la burocracia y las leyes. Cuando muchos votan a Duterte en Filipinas,
a Trump en los Estados Unidos, a Putin en Rusia o quizá a Marine Le Pen en Francia, no es que
sean fervientes admiradores suyos o que compartan todo lo que prometen.
¡Es que quieren barrer lo que les parece la gastada política de siempre! Es
obvio que, en el caso de los Estados Unidos, Hillary Clinton simbolizaba a las
mil maravillas la “política clásica”, la figura que siempre se ha movido en las
cocinas del aparato estatal. Si esto es así –y yo personalmente creo que, en
buena medida, lo es– es preciso detenerse a pensar. La gente no busca personas
con un expediente académico impecable, con una oratoria pulcra y con un buen pedigrí
económico. Busca personas sinceras, transparentes, que –aunque no
sean muy entendidas en la res publica–
se preocupen de la gente común, conecten con sus problemas cotidianos y
ofrezcan soluciones viables. ¿Es esto lo que solemos entender por populismo? ¿Se
trata de una visión de futuro o de un fugaz espejismo?
Algo parecido
está sucediendo en la Iglesia. ¿Por qué el papa Francisco es tan popular cuando
Benedicto XVI era más erudito que él, políglota y experimentado eclesiástico? Francisco
tiene experiencia de calle y sabe llegar al corazón de las personas. Por otra
parte, es un hombre práctico. Combina gestos de proximidad con decisiones de
medio y largo alcance. A veces, “se hace el tonto” –expresión que él usa a
menudo– pero no da puntada sin hilo. No se enfrenta a las grandes cuestiones
desde una argumentación teológica impecable. Las baja a la arena de la vida
cotidiana. Yo diría que practica el método que Jesús usó en relación con la
mujer adúltera, tal como se nos cuenta en el capítulo 8 de Juan. Hay populismos que son pura simplificación
de la complejidad de la vida y burda manipulación de las conciencias. Pero hay populismos que saben interpretar y
canalizar la insatisfacción de la gente y conectar con los ideales más
sencillos. Los intelectuales que diseccionan los “signos de los tiempos” casi
nunca tienen el don de interpretarlos de verdad. Las bibliotecas, aunque maravillosas, no son los
mejores laboratorios de humanidad. Recuerdo lo que una persona le dijo a un
historiador siempre afanado en hurgar papeles: “Mientras tú te dedicas a
escribir la historia, yo me dedico a hacerla”.
Ya sé que toda
simplificación del presente prepara los grandes dramas del futuro. La historia
nos brinda dramáticos ejemplos. Pero, precisamente por eso, tendríamos que
embarcarnos en un proceso de profunda regeneración. Los populismos en alza, los nacionalismos excluyentes, etc. significan una luz roja que no podemos desatender. Se necesita una nueva política. No podemos seguir como siempre. Intelectualmente
cualificados sí, pero siempre con los pies en la tierra. Amantes de la
excelencia sí, pero sin perder el contacto directo con los últimos de la fila. Cultores
de la ciencia y la técnica sí, pero conscientes de que el centro debe ser
siempre la persona humana y no los intereses de las grandes corporaciones. Especialistas en macroeconomía sí, pero atentos a la
microeconomía de la viuda con una pensión mínima y del trabajador que solo recibe
el salario base. Expertos en comunicación sí, pero sin reducir todo a las leyes
de la publicidad y la mercadotecnia. En fin, la ley de la armonía y del equilibrio
que tanto gusta en Oriente y tanto se desprecia en Occidente. O todavía mejor, el estilo de Jesús, que propone ideales excelsos y los cuenta con las parábolas que reflejan la vida común de la gente. Cielo y tierra unidos. No hay escapismo posible.
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