Para muchos de
nosotros, hoy es un día lleno de recuerdos. Y quizá también de una oración hecha
de pocas palabras, de sentimientos profundos. Tenemos mucho que agradecer y bastante que pedir. Recordar a
los difuntos es activar la gratitud (por lo que han significado para nosotros) y desempolvar la fe (para encomendarlos a la infinita misericordia de Dios). ¿Cuántas veces hemos
escuchado en las misas de difuntos un prefacio en el que el sacerdote ora así:
“Porque la vida de los que en ti creemos,
Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo”? Cada vez que he tenido que
presidir un funeral, me he detenido en la fuerza de estas palabras: la vida no termina, se transforma. Están
cargadas de esperanza. Por eso, más allá de los sentimientos tristes que nos
pueden embargar en esta Conmemoración de los Fieles Difuntos, creo que tendría que dominar una serena alegría, la de quien cree que quienes han muerto en Cristo participan de su vida plena y están en comunión
con nosotros.
No siempre es fácil transmitir esta fe con energía. Algún amigo mío
párroco me ha confesado que cuando tiene que presidir varios funerales muy
seguidos con parecido público casi no sabe qué decir. Le parece que la novedad del Evangelio, a fuerza de ser repetida, pierde intensidad, se puede convertir en rutina. Internet está lleno de homilías para el día de
los difuntos y para situaciones semejantes, pero lo que cuenta de verdad es
compartir la fe de la Iglesia desde el corazón. Llorar con los que lloran, sí,
pero también anunciar la buena noticia de Jesús: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 15,25). Necesitamos vivir de la fe en los momentos en los que
parece que todas las puertas se cierran y que la noche se traga la poca luz que nos queda.
Hace unos días
causó un pequeño revuelo en la prensa la publicación de la Instrucción vaticana Ad resurgendum cum Christo acerca de la sepultura de los difuntos y
la conservación de las cenizas en caso de cremación. Muchos criticaron su oportunidad y bastantes
sus recomendaciones pastorales. Es cierto que desde hace años se han extendido prácticas
como arrojar las cenizas de los seres queridos en un monte, en un río, en el
mar o conservarlas celosamente en casa. Creo que en la mayoría de los casos
estas prácticas obedecen a sentimientos buenos y quizá también a costumbres que
se reflejan en películas, series de televisión, etc. Por eso, es necesario ser pastoralmente
muy comprensivos y prudentes, no utilizar la instrucción vaticana como un arma
arrojadiza sino como oportunidad para el discernimiento y el diálogo sobre la
belleza de la fe cristiana en la resurrección. Al mismo tiempo, en un contexto
de escucha y respeto, es bueno recordar el criterio que indica el número 3 y
que personalmente considero sensato:
“Enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne, y pone de relieve la alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia. No puede permitir, por lo tanto, actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerada como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de re-encarnación, o como la liberación definitiva de la prisión del cuerpo”.
A juzgar por estas palabras, lo que se pretende evitar es que
algunas prácticas extendidas acaben conllevando sutilmente una visión de la
vida y de la muerte ajena a la fe cristiana. No se condena, pues, la incineración sino la posible volatización de la novedad cristiana.
En nuestras
sociedades modernas, todo lo relativo a la muerte se ha profesionalizado. Las empresas funerarias ofertan servicios elegantes para ahorrarnos el trance de
lidiar con un hecho inevitable. Ellos se ofrecen a hacer el trabajo sucio –muy bien remunerado, por
cierto– a cambio de que nosotros despachemos el asunto limpiamente y nos veamos libres de su carga cuanto antes. Quizá esto resulta inevitable dado nuestro ritmo de vida actual, sobre todo en las ciudades. Pero no tendría que eximirnos de nuestra responsabilidad. En
general, he observado mucha corrección en el trabajo de estos profesionales funerarios, pero a
menudo me han venido a la mente los versos de León Felipe en su poema Romero solo:
“No sabiendo los oficios los haremos con respeto.
Para enterrar a los muertos
como debemos
cualquiera sirve, cualquiera... menos un sepulturero”.
Un profesional puede ofrecer correción y buen hacer –que no es poco–, pero nosotros tenemos que poner la dosis de humanidad –y, en el caso de los creyentes, de fe– para vivir este hecho como un trance digno y como una puerta abierta a la vida plena en Dios. Hay culturas que nos enseñan modos serenos de afrontar este misterio con fe y esperanza.
Muchas gracias por sus palabras querido P. Gonzalo. En estos tiempos de desesperanza y "desesperación" ante lo que no logramos comprender, es importante retornar a las "fuentes de agua viva", fortalecer nuestra fe en Aquel que nos ama, con la esperanza firme de poder un día compartir todos juntos la Mesa del Banquete del Reino, triunfo de la Vida. Un cordial abrazo claretiano desde Argentina,
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