El termómetro
exterior marca 3 grados. Experimento un fuerte contraste entre la temperatura
suave de Israel y los primeros rigores del otoño madrileño. Quizá es un símbolo
de las oscilaciones que se dan en la vida. No siempre disfrutamos de una temperatura
estable. Hay días luminosos y cálidos. Y días oscuros y fríos. No resulta fácil
saber quiénes somos si nos fijamos solo en la temperatura de nuestros humores. Siempre
somos algo más profundo que la sucesión de soles y lunas, vientos y lluvias.
Ese algo más es nuestra identidad
personal, que no es otra que la de seres humanos queridos y sostenidos por
Dios. Escribo esto mientras me entero de que Leonard
Cohen –uno de mis músicos favoritos– ha muerto a la edad de 82 años. Era un judío admirador de Jesucristo. Ayer mismo falleció el padre de un compañero mío que había viajado también a
Israel en nuestro grupo de peregrinos. Este es el curso de la vida. Lo mismo
que uno salta de la fosa caliente del Mar Muerto a las alturas frescas de la
sierra madrileña, la vida es una sucesión de contrastes. Celebramos el
nacimiento y la muerte como momentos imprescindibles de una misma existencia.
¿Cómo no ser víctimas sino cómplices de un río que no para de fluir?
La semana transcurrida
en Tierra Santa me ha enseñado muchas más cosas de las que podía esperar. No me
refiero a datos históricos o arqueológicos (ya conocidos de viajes anteriores),
sino a la trama de la propia vida, permanentemente confrontada por lo que iba
viendo, escuchando, sintiendo, padeciendo. Esta peregrinación interior se
parece a la que experimentan quienes hacen el camino de Santiago. Uno se
sorprende con reacciones que no imaginaba, con preguntas incómodas, con vacíos
y ansiedades que anidan en la propia bodega pero que pocas veces salen a la
luz. Tanto el lago de Tiberíades como la pétrea ciudad de Jerusalén –encumbrada
sobre lo alto de las montañas– tienen este poder mayéutico; es decir, esa capacidad de sacar el vino interior, de dar a luz lo que se va gestando en la
propia bodega. Si nunca tenemos la oportunidad de experiencias así, la vida
cotidiana nos va sumiendo en una rutina gris que no nos ayuda a crecer. Nos
hunde en la fosa de la mediocridad. No estoy sugiriendo que todos tengamos que viajar a
Tierra Santa o recorrer el Camino de Santiago. Me refiero solo a la necesidad de
salir de vez en cuando de lo que hoy se suele llamar “zona de confort” para
adentrarnos en otros territorios, en otras experiencias que ponen a prueba
nuestras convicciones, actitudes y sentimientos. Que nos permiten conocernos
mejor y trabajar nuestras inconsistencias, alimentar nuestros sueños, agradecer
nuestros tesoros.
Estoy viviendo la experiencia del “día después”, casi sin tiempo de elaboraciones tranquilas porque
dentro de cuatro días emprendo de nuevo un viaje mucho más largo: al archipiélago
de las Filipinas, el primer país asiático que tuve la oportunidad de visitar en
el ya lejano 1991. Mientras tanto, rumio con serenidad lo vivido en Tierra
Santa, doy gracias a Dios por haberme puesto a prueba y, sobre todo, trato de
incorporar a mi vida cotidiana las pequeñas lecciones que he aprendido en este
curso acelerado de humanidad y fe. Esta mañana, antes de regresar a Roma,
tendré la oportunidad de cotejar mi experiencia con la del resto del grupo. Al
fin y al cabo, no se ha tratado de una peregrinación individual sino de un
viaje en comunidad. Cada uno hacemos nuestra experiencia, pero hay un itinerario
común que nos arropa. Somos un pueblo en marcha. Las palabras y silencios de
cada uno, los gestos de ayuda o de repliegue, las caras largas o las sonrisas
son también parte de esta gramática que nos ayuda a hablar y entender el
lenguaje de la amistad, la fe y la esperanza. Por todo ello, me siento muy
agradecido. En la bodega interior hay vinos de solera que estaban esperando una
mano que los sacara a la luz.
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