Empezar el día
cruzando la muralla por la Puerta de la Basura no augura nada bueno. Uno se
siente como reducido al estado mineral. Y, sin embargo, ayer fue una jornada
espléndida. Comenzamos visitando el muro occidental del templo de Jerusalén, el
lugar más sagrado para los judíos porque esas enormes piedras del muro de
contención del segundo templo (el de Herodes el Grande, no el de Salomón), es
lo único que queda tras las destrucción de Jerusalén a manos de Tito y sus
tropas en el año 70. Contemplar a los judíos piadosos (las judías hacen los
mismo, pero separadas por una valla) orando frente al muro, balanceándose para
alabar a Yahweh con todo su cuerpo, mientras semitonan los salmos, es un espectáculo
que resulta extraño para el visitante cristiano. Yo confieso que no siento
ninguna atracción hacia este tipo de plegaria, aunque la respeto. Un estilo de
oración que se ha mantenido casi inalterado durante muchos siglos y que ha
ayudado a muchas personas a entrar en relación con Dios no puede ser
menospreciado, aunque parezca teatral y extemporáneo.
El lugar que
antaño ocupaba el majestuoso Templo de Jerusalén se denomina hoy –en perspectiva
musulmana– la explanada de las mezquitas. En efecto, en el extremo sur se
encuentra la imponente mezquita de Al-Aqsa y en el centro el santuario de la Cúpula de la Roca (que nos es propiamente una mezquita) con su refulgente cúpula dorada.
Pero no sigo con más detalles porque este blog no es una guía turística. Yo me
dediqué a pasear por ese inmenso espacio, dejándome acariciar por el sol del
otoño jerosolimitano e imaginando a Jesús con sus padres o con sus discípulos, fascinado
por la majestuosidad del edificio herodiano, pero, sobre todo, enamorado de un
Dios que derriba todos los muros. Si algo distingue al cristianismo del
judaísmo es que mientras los judíos tienen a levantar muros (entre sagrado y
profano, entre circuncisos e incircuncisos, entre judíos y palestinos, entre
Betania y Jerusalén), el cristianismo es partidario de los puentes. Lo dice con
fuerza el autor de la carta a los Efesios: “Porque
él (Cristo) es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el
muro divisorio, la enemistad” (Ef 2,14).
El paso por Ain
Karem nos ayudó a recrear la figura de Juan el Bautista y el encuentro de María
con su prima Isabel en las montañas de Judea. Cantamos con entusiasmo el Benedictus (en la iglesia que conmemora
la casa natal del Bautista) y el Magníficat
(en la iglesia de la Visitación). Descendiendo por la rampa que lleva a
la carretera oímos los toques de un reloj que anunciaba el mediodía. Sin dejar
de caminar, recitamos el Ángelus. Después, en nuestro microbús (que se ha
convertido en nuestra segunda casa durante estos días de peregrinación),
enfilamos hacia Belén. Estamos en noviembre. Falta más de un mes para la
Navidad, pero nosotros, ni cortos ni perezosos, nos arrancamos con un
villancico que lo único bíblico que tiene es la alusión a la ciudad de David.
Puede resultar un poco ridículo, pero el Hacia
Belén va una burra, rin rin sonaba con más frescura que en las interminables
veladas navideñas. Y eso que ya no hay burras que hagan este camino. Bueno, quizá la de algún beduino despistado.
Tras el almuerzo, visitamos el Campo de los Pastores, un
lugar encantador en el que la tradición ha fijado el aposentamiento de los
pastores que fueron visitados por los ángeles en la noche en que Jesús nació. Dentro de la cueva, dividida en varios sectores para facilitar las celebraciones de los grupos, entonamos el Gloria in excelsis Deo y bajo la cúpula de
la iglesia de Barluzzi, que asemeja una tienda, atacamos el Noche de Paz. Como la estructura amplifica el sonido y lo hace
envolvente, varios turistas se unieron a nosotros en un ejercicio de
solidaridad musical y quizá también de fe compartida. La verdad es que me hubiera gustado celebrar aquí la Nochebuena. El ambiente era de una gran serenidad y alegría. No sabemos cómo se produjo el nacimiento de Jesús, pero los detalles de la tradición tienen su importancia.
El punto fuerte
fue la celebración de la Eucaristía en el complejo de la Basílica de la Natividad, que, por cierto, se encuentra recubierta de andamios porque la están
sometiendo a una minuciosa restauración. Conviene añadir que es el único templo
bizantino que ha resistido incólume a todas las invasiones y consiguientes
destrucciones que se han sucedido a lo largo de la historia. En una de las
grutas, cerca de la tumba de san Jerónimo, celebramos la misa votiva de la
Natividad de Jesús. Otra vez se nos impuso un misterio gozoso y desbordante: Hodie
Christus natus est nobis (Hoy ha
nacido Cristo para nosotros). Ni el gentío que hacía cola para visitar la
gruta, ni la invasión de vendedores callejeros, ni nuestro propio cansancio
tras un día agotador, pudieron eliminar la conmoción que produce recordar el
nacimiento de Jesús en la humildad de la parte inferior de una vivienda (es
decir, en el almacén o el establo). Lo importante no es poner en juego la
imaginación (aunque siempre ayuda) sino pedir el don de la fe en un misterio
que ha cambiado la propia vida y la historia de la humanidad.
Gracias....casi que me siento parte del grupo¡!
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