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miércoles, 16 de noviembre de 2016

¡Por favor, sacadme de aquí!

¡Por fin, después de 24 horas desde que salí de casa, estoy en una de nuestras comunidades de Manila! Todo transcurrió muy bien… excepto la última etapa. El viaje del aeropuerto internacional Ninoy Aquino a la comunidad claretiana de Quezon City se demoró casi tres horas. Hacía tiempo que no padecía un tráfico tan congestionado y caótico. Quizás solo en Lagos y Calcuta he visto algo semejante. Nuestro conductor, conocedor de los intríngulis de Manila, asumía la situación con paciencia oriental. Yo, cansado de muchas horas de avión, no mostraba una actitud tan obsequiosa, pero, al final, tuve que plegarme a la realidad. Hasta que ajusté mis expectativas a lo que estaba viendo por la ventanilla del coche, me dieron ganas de gritar: ¡Por favor, sacadme de aquí! En un momento dado tres ambulancias lograron abrirse paso en la jungla de vehículos a base de hacer sonar las sirenas como si fuera a estallar la tercera guerra mundial. Se me acabaron los temas de conversación. Opté por echar una cabezadita para hacer más soportable el infierno. ¡Menos mal que hacía unos minutos que había dejado de llover! De lo contarrio, el caos hubiera sido soberano.

El tráfico de las grandes ciudades me parece un símbolo de la trampa en la que nos encierra la sociedad del consumo. Hemos inventado los vehículos para desplazarnos con más rapidez y comodidad, pero, superado el umbral razonable, se vuelven en contra de nosotros. Nos hacen perder tiempo, ponen a prueba nuestros nervios, sacan de nuestra bodega nuestros peores sentimientos y encima contaminan el ambiente. Encerrado en el coche blanco que me transportaba, rodeado por centenares de vehículos de todo tipo (incluidos los famosos yipnis), me sentí como un prisionero que no tiene escapatoria. Imagino que habéis tenido a veces esta misma sensación cuando os habéis quedado entrampados en un atasco. No hay nada que hacer. No es posible avanzar pero tampoco girar a la izquierda o a la derecha o retroceder. Uno se deja llevar por la marea con la confianza de que, más tarde que temprano, llegará a su destino. Quienes nos enfrentamos a estas experiencias de vez en cuando lo pasamos mal. Quienes las padecen a diario han desarrollado mecanismos de supervivencia. Sintonizan en la radio un programa de su agrado, aprovechan para hablar por el teléfono móvil (modelo manos libres, se entiende) o, si llevan compañeros, se enzarzan en una conversación divertida.

¿No es la vida actual –urbana, masificada, consumista– una especie de ejercicio de resistencia en medio del embotellamiento vital? Podemos estresarnos, desesperarnos, protestar... o desarrollar estrategias positivas de resiliencia. Podemos volvernos agresivos con los demás o tratar de hacernos cómplices para sobrellevar del mejor modo las circunstancias adversas. Y, desde luego, podemos aprender de la experiencia para no cometer los mismos errores. En fin, esta es la primera lección que me deparó Manila entre las 5 y las 8 de la tarde de ayer martes. El efecto romántico de la superluna se esfumó pronto. Bueno, en realidad, hubo otra novedad, aunque relativa: en Manila ya es Navidad desde el pasado mes de septiembre. Todo está decorado como si estuviéramos en plenas fiestas. Es bien sabido que en Filipinas la Navidad comercial abarca los cuatro meses que terminan en er en inglés; o sea, September, October, November y December. Para el comercio no existe el Adviento. Lo que importa es vender cuanto antes. Que sea en nombre de Jesús, de Buda o de Mahoma es secundario. Casi me entraron ganas de cantar: Pero mira cómo beben los peces en el río. ¡Ver para creer!

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