jueves, 7 de julio de 2016

La belleza que salva al mundo

Contemplando los desastres de nuestro mundo –desde las víctimas de los atentados del ISIS hasta los emigrantes que mueren en el Mediterráneo, desde los continuos casos de corrupción hasta las personas maltratadas– me viene con frecuencia a la mente la pregunta que Fiodor Dostoyevski, en su novela El Idiota, pone en labios del ateo Hipólito dirigida al príncipe Myshkin: “¿Es verdad, príncipe, que vos dijisteis un día que al mundo lo salvará la belleza?”. Naturalmente, el príncipe no contesta a la pregunta del ateo, como tampoco Jesús respondió a Pilato cuando éste le preguntó: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18,38). Da la impresión de que el silencio del príncipe –que está junto al joven de dieciocho años que se muere de tuberculosis– indica que la belleza que salva al mundo es el amor que comparte los sufrimientos de los demás. No se trata, pues, de la belleza seductora que nos vende la publicidad. Esta nos aleja de la meta a la que tiende nuestro corazón inquieto. Se trata, más bien, de la belleza de Dios, que san Agustín definió como “belleza tan antigua y tan nueva” en su célebre confesión:
“¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti”.
Hace años, el cardenal italiano Carlo M. Martini escribió: “No basta deplorar y denunciar las cosas feas de nuestro mundo. No basta ni siquiera, en nuestra época desencantada, hablar de justicia, de deberes, de bien común, de programas pastorales, de exigencias evangélicas. Hay que hablar de todo esto con un corazón lleno de amor compasivo, con la experiencia de la caridad que contagia alegría y suscita entusiasmo: hay que irradiar la belleza de lo que es verdadero y justo en la vida, porque solo esta belleza encandila los corazones y nos lleva a Dios”. Cada día que pasa me parecen más verdaderas estas palabras porque la fe no es sino una atracción provocada por la belleza irresistible de Dios. Los seres humanos somos un pálido y maravilloso reflejo de esa infinita belleza. La creación entera es símbolo de un Dios que "vio que todo era bueno/bello". 

Vivo en Italia, el bel paese. No conozco otro país donde se viva una pasión tan grande por la belleza. De hecho, el adjetivo italiano por antonomasia es bello (hermoso, lindo, bonito, guapo). Desde los niños hasta los ancianos lo utilizan cuando quieren expresar su asombro ante algo hermoso: “Ma che bello!” (¡Qué bonito!). 

Esa es la expresión que la liturgia cristiana, sirviéndose de los salmos, aplica a Cristo: “Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia” (Sal 44,3). Jesús es el Pastor bueno/bello que busca a cada oveja perdida. Si los hombres y mujeres de hoy consiguiéramos percibir a Dios como el Bello, no experimentaríamos indiferencia o rechazo sino una profunda atracción porque estamos hechos para la belleza. 

La Iglesia debería ser también un recinto de belleza, no solo en sus expresiones litúrgicas y artísticas (que, a menudo, lo es, aunque hemos bajado la guardia) sino en su manera de entender la vida, en su cercanía al sufrimiento humano, en el modo atrayente de ofrecer el evangelio de Jesús. A pesar de los pesares, esta belleza es la que puede salvar a nuestro mundo. 


miércoles, 6 de julio de 2016

Todavía sueño con una nueva política

No pude votar en las elecciones generales que se celebraron en mi país el pasado 26 de junio. Solicité el voto por correo, pero cuando me llegaron las trece papeletas a Roma, yo estaba ya en Kenia. Al regreso, me encontré un enorme sobre color salmón con todo lo necesario para enviar mi voto, pero ya era demasiado tarde. No quise arrojar el sobre a la papelera. Me parecía casi una falta de respeto. Uso las listas de los partidos como papel borrador. Por sus dimensiones (29 x 10,5 cms.) son excelentes para tomar notas o hacer esquemas. La democracia tiene también su lado ecológico y utilitario.

Los resultados de las elecciones son conocidos. Ahora estamos en la fase de diálogos para formar gobierno. Se respira un aire de incertidumbre, acrecentado por el triunfo del Brexit en el Reino Unido, el temor de muchos a la victoria de Donald Trump en las próximas elecciones de Estados Unidos y la continua amenaza del radicalismo islámico, que ha multiplicado sus atentados en los últimos días y con el que es casi imposible cualquier forma de diálogo.

¿Qué hacer? La gran tentación es refugiarnos en nuestros pequeños asuntos cotidianos y ceder nuestra responsabilidad a los políticos profesionales, aunque luego los critiquemos sin piedad y no valoremos casi nada de lo que hacen. Pero eso significaría permitir que las cosas siguieran su curso, incluso implicaría una cierta complicidad. La actitud pasiva siempre favorece a los dominadores. Recojo una cita de Aristóteles que George Steiner recuerda en una reciente entrevista: “Si no quieres estar en política, en el ágora pública, y prefieres quedarte en tu vida privada, luego no te quejes si los bandidos te gobiernan”. Me parece que en España carecemos de una verdadera cultura política que nos impulse a comprometernos con las instituciones y a buscar sinergias entre todos, aprovechando lo mejor de cada uno al servicio del bien común. Domina todavía un cainismo político que busca los propios intereses más que los de la ciudadanía. Quizá esto explique, en parte, las dificultades para lograr acuerdos y establecer alianzas. 

Me resulta difícil resumir los muchos comentarios que he leído en los últimos días con respecto a los resultados de las elecciones en España, así que me inclino por un apunte -demasiado largo y discutible- de carácter personal. A veces, ver las cosas a distancia permite un enfoque menos apasionado y quizá más objetivo. Dado que de política, religión, sexo y deporte todos hablamos como si fuéramos expertos –y, a menudo, con mucha pasión– me permito algunas licencias apelando al sentido del humor de los visitantes de este blog. Aquí no estamos en una cátedra, sino en un ágora donde cada uno puede expresar con libertad y respeto sus propias ideas. 

El Partido Popular, con sus casi ocho millones de votos y 137 escaños, ha ganado las elecciones, pero no dispone de la mayoría suficiente para formar gobierno. Necesita alianzas con otros grupos. No deja de ser sorprendente que exista en España un partido que recoge como en un odre todo el amplio espectro de la derecha, evitando así la existencia de formaciones extremistas. Pero en su éxito se esconde su fracaso. Porque eso significa que, junto a personas moderadas de cariz conservador o de centro y que injustamente son etiquetadas como franquistas (entre las que se encuentran algunos familiares y amigos), se agazapan otros muchos que representan viejos demonios históricos: caciques rurales reciclados, viejas familias de la oligarquía con conexiones en empresas, bancos e instituciones que pretenden seguir controlando los hilos, corruptos de guante blanco que se aprovechan de sus cargos, fanáticos con escasa capacidad de diálogo, arribistas que quieren medrar, etc. Resulta difícil identificarse al cien por cien con un partido que defiende algunos ideales aceptables en línea con el humanismo cristiano, que cuenta en sus filas con personas honradas y competentes, que ha trabajado por la mejora de la economía y el empleo, pero que se ha convertido en huerto donde crecen cardos de corrupción, ha perdido capacidad negociadora y no muestra signos creíbles de querer cambiar a fondo y de escuchar más a la sociedad.

La coalición Unidos Podemos, con poco más de cinco millones de votos y 71 escaños, no ha cumplido sus expectativas (que eran arrebatarle al PSOE el liderazgo de la izquierda: el famoso sorpasso), pero ha seducido a muchos jóvenes y personas con deseos de regeneración política. Tiene el futuro a su favor, al menos desde el punto de vista demográfico. Tengo también entre mis familiares y amigos algunos podemitas entusiastas, que son antipopulares confesos. Comprendo muy bien su hartazgo de la vieja política, sus reivindicaciones, su deseo de borrón y cuenta nueva. Admiro su capacidad comunicativa y algunas formas rompedoras. Pero en sus aspiraciones desbordadas, en su evidente populismo, se esconde su debilidad. El hecho de querer ser una coalición transversal hace que en ella quepan el cristiano comprometido y el anarquista maquillado, el profesor universitario que no ha pisado nunca la arena política y el agitador comunista que sabe cómo manejar una asamblea. Es evidente que las querencias bolivarianas y algunos resabios comunistas no han jugado a su favor. La coalición ha pecado de soberbia y, en el fondo, de inexperiencia, ha minusvalorado el instinto de las personas mayores, ha reabierto esquemas dualistas (casta-gente, indecentes-honrados, ellos-nosotros) que tantos réditos producen a corto plazo, pero que fragmentan la sociedad, reabren heridas y son difícilmente manejables a largo plazo. Tal vez muchos votantes adultos (a los que han despreciado con adolescente autosuficiencia) no tienen muchos conocimientos de sociología política o de mercadotecnia, pero por la experiencia vivida suelen poseer un instinto para desenmascarar a los que quieren venderles un asno desdentado como si fuera un pura sangre. La política es un asunto muy viejo. Casi todo lo que hoy aparece como nuevo no es sino algo antiguo maquillado. ¿Es sensato que el electorado otorgue el gobierno de un país a un partido reciente que todavía no ha pasado un mínimo control de calidad en los gobiernos locales y autonómicos?

¿A quién pueden votar entonces los que no se reconocen en ninguna de estas dos formaciones? ¿Al viejo PSOE, que titubea en sus planteamientos, que está muy afectado también por la corrupción y que ha cosechado un resultado decepcionante (85 diputados), incluso en sus feudos tradicionales? ¿A Ciudadanos (32 diputados), que representa un aire de novedad, pero que mira demasiado a izquierda y derecha para encontrar su espacio propio? ¿A los partidos nacionalistas, que buscan más los intereses de una parte que los del todo y que, en algunos casos, han convertido sus respectivos territorios en auténticas fincas a su servicio? ¿A partidos excéntricos que proponen cosas imposibles, sabedores de que casi nadie les va a votar y de que, por tanto, no se verán obligados a cumplirlas?

Lo puedo decir de otra manera:
  • Si uno desea que la mayoría de la población tenga un empleo digno y bien remunerado, pero no está dispuesto a depender de las fluctuaciones del mercado (o sea, de los intereses de los más fuertes) y tampoco de un estado intervencionista, ¿a quién debe votar?
  • Si uno desea que la educación sea gratuita para todos (desde la infantil hasta la secundaria) y haya ofertas diversas (pública, privada, concertada) que expresen la pluralidad de un país y los deseos de los padres, ¿a quién debe votar?
  • Si uno considera que una sociedad pluralista y abierta debe tener un ordenamiento jurídico respetuoso de la laicidad del estado y, al mismo tiempo, sostiene que el hecho religioso es un bien individual y social de primer orden (que debe ser no solo tolerado sino promovido), ¿a quién debe votar?
  • Si uno cree que todas las personas deben ser reconocidas en su dignidad (con independencia de su sexo, color, religión, lengua, orientación sexual, etc.) y en sus derechos, pero no está de acuerdo, por ejemplo, en equiparar las uniones entre personas del mismo sexo al matrimonio, ¿a quién debe votar?
  • Si uno cree que los inmigrantes y refugiados no son una amenaza para un país sino seres humanos que deben ser acogidos e integrados siguiendo una política europea común, ¿a quién debe votar?
  • Si uno cree que en un mundo globalizado caminamos hacia procesos de unión política que garanticen la libre circulación de personas y bienes y respeten las características de los pueblos y naciones y, por tanto, está en contra de los nacionalismos excluyentes, ¿a quién debe votar?
  • Si uno es partidario de promover la vida en todas sus etapas y defiende que la familia es una célula imprescindible de la vida social, ¿a quién debe votar?
  • Si uno cree que los funcionarios públicos deben ser honrados y considera conveniente que haya no solo medidas anticorrupción sino, sobre todo, una educación integral para la ciudadanía responsable, ¿a quién debe votar?
La lista puede alargarse ad infinitum. Tras un ropaje retórico –lo reconozco– se esconde una queja, quizá insuperable: la de aquellos que nos vemos obligados a escoger entre dos alternativas que nos obligan a renunciar a aspectos importantes de nuestra visión de la vida o a aceptar otros con los que no estamos de acuerdo. ¿Por qué, por ejemplo, el rechazo al aborto (que, en el fondo, es una apuesta por la vida integral) no puede ir unido a una política social de igualdad? ¿Estaremos siempre condenados a ser de izquierdas o de derechas, clericales o anticlericales, liberales o estatalistas, centralistas o periféricos? ¿Tendremos que someternos siempre al sistema partitocrático (y a su continua retroalimentación)  renunciado a un ejercicio cotidiano y capilar de nuestra responsabilidad social?


Estoy convencido de que es posible dar pasos en la línea de una mayor conciencia social y, en consecuencia, de una mayor responsabilidad personal y colectiva. Pero eso exige superar una cierta mentalidad fatalista, que considera que las cosas nunca van a cambiar y que todo depende de “los otros”.  Y, desde luego, dejar fuera el maniqueísmo (los buenos son siempre los míos; los malos son siempre los demás) y caminar hacia acuerdos políticos que tengan como objetivo el bien de los ciudadanos por encima de los intereses de los partidos.  En otras palabras: se necesita un "cambio de paradigma".

martes, 5 de julio de 2016

¿Acumulación o asimilación?

Una de las enfermedades de moda es la obesidad. En El mono obeso, José Enrique Campillo Álvarez la incluye entre las enfermedades de la opulencia junto con la diabetes, la hipertensión, la dislipemia y la arterioesclerosis. Comemos mucho y mal. Nuestro sistema metabólico no es capaz de transformar en energía todo lo que ingerimos. Asimilamos poco y acumulamos mucho. Poco a poco, nuestro cuerpo se va intoxicando y deformando. Es verdad que, a veces, existen otros factores (genéticos y ambientales) que alteran la armonía y contra los cuales es difícil luchar, pero, en general, los hábitos saludables en la alimentación, acompañados por el ejercicio físico, nos ayudan a "estar en forma".

Quizá todo esto se comprende mejor cuando comparamos el famoso David de Miguel Ángel con alguna de sus deformaciones fotográficas. La escultura original es una pieza soberbia de mármol blanco que mide algo más de 5 metros de altura. Miguel Ángel la realizó entre 1501 y 1504. En la actualidad se encuentra expuesta en la Galería de la Academia de Florencia, pero hasta 1873 estuvo ubicada en la plaza de la Señoría de la capital toscana. Ahora, en ese mismo lugar, existe una copia también de mármol. Es probable que algunos de los lectores del blog hayáis podido contemplar la obra en vivo. El impacto suele ser extraordinario. Es verdad que los expertos hacen algunos apuntes críticos (por ejemplo, el excesivo tamaño de la cabeza), pero a la mayoría de los visitantes les suelen interesar muy poco esas opiniones. Se quedan con la impresión de armonía y belleza que la escultura transmite. Es como si Miguel Ángel hubiera escrito con mármol la serenidad y confianza del joven David que se enfrenta con su honda al arrogante Goliat. El cuerpo del joven ha asimilado la armonía de su espíritu.

Las alteraciones fotográficas consiguen hacer del David atlético un hombre obeso, un guitarrista o un payaso de McDonalds. Creo que hoy nos está pasando algo semejante. Tendríamos que vivir y reflejar la armonía a la que aspiramos, pero estamos invadidos por tantos estímulos que no podemos asimilarlos. Su exceso nos deforma. No hay mente humana que pueda procesar tanta información. Algunos expertos hablan de personas infoxicadas (es decir, intoxicadas por exceso de información). El fenómeno se percibe en los adultos, pero, sobre todo, en los jóvenes y en los niños. Muchos padres, con la mejor voluntad, consideran que sus hijos estarán mejor formados si los atiborran del mayor número posible de informaciones. Desde niños los apuntan a clases de lenguas extranjeras, judo, fútbol, piano, baloncesto, teatro… con la incierta esperanza de que, en el futuro, tendrán unos hijos bien formados, capaces de afrontar con solidez las batallas de la vida. 

A menudo, la experiencia desmiente estos sueños vanos. La razón es muy simple. Cuando una persona recibe más estímulos de los que puede procesar, cuando no se la educa en el arte de la asimilación, el resultado es una suerte de obesidad intelectual, emotiva y práctica. La diferencia entre una persona fuerte y otra obesa no radica principalmente en la cantidad de alimentos que ingiere cada una sino en la distinta capacidad de asimilación. Una persona con un buen metabolismo transforma en energía lo que come. No se trata, pues, de acumular muchos conocimientos sino de aprender a asimilarlos, a hacerlos propios, a transformarlos en energía que nos permita ser fuertes. Aquí es donde entra en juego el arte de la educación. Muchos padres  y enseñantes son buenos instructores, pero pésimos educadores. Saben transmitir conocimientos y destrezas, pero no saben cómo ayudar a los niños y jóvenes a dosificar y metabolizar lo que reciben. No les ofrecen pautas para discernir; es decir, para separar lo importante de lo secundario, lo bueno de lo malo, lo saludable de lo tóxico. Todo se acumula. La educación parece el reflejo de la sociedad de consumo. Funciona estimulada por un secreto principio: "Consume, que algo queda". En el mundo de Internet este discernimiento es esencial para no ser víctimas de una acumulación despersonalizadora.

Los médicos están preocupados por la creciente obesidad infantil y juvenil en las sociedades opulentas. Yo estaría también preocupado por la obesidad de los adultos que, saturados de información, no sabemos para qué nos sirve, no logramos madurar como seres humanos, nos volvemos adictos y, a la postre, experimentamos una insatisfacción que nos entristece. Menos acumulación y más asimilación. Me parece que por aquí va el camino.

lunes, 4 de julio de 2016

Ser persona con 30 grados

Con 30 grados de temperatura y 79% de humedad muchos son excelentes seres humanos; yo, sin embargo, comienzo a dudar de la especie a la que pertenezco. Me fui de Roma antes de que acabara la primavera. He vuelto con el verano pisando fuerte.  Yo, que soy un hombre “venido del frío”, llevo muy mal los calores estivales, los ataques inmisericordes de los mosquitos y las bocanadas de aire acondicionado. Así que no tengo más remedio que echar mano de la casi infinita capacidad del ser humano para adaptarse a los ecosistemas más diversos. Por las mañanas trabajo en mi despacho, que da al oeste y, por tanto, se libra del sol matutino. Por las tardes prefiero mi habitación, que da al este. Con este juego voy sorteando como puedo la canícula romana. A los que viven en países cálidos esto les sonará a broma, acostumbrados como están a un calor húmedo constante, pero les aseguro que l'estate romana es otra historia. Aquí solo viven los gatos y los turistas que no pueden permitirse venir en otros meses. 

Imagino que con el inicio de julio algunos han comenzado ya el período vacacional. Las agencias de viajes y los tour operadores hacen todo tipo de propuestas.  Se habla de que este año se van a batir récords en el número de turistas que visiten España, Italia, etc. Hay miedo a los posibles ataques terroristas, pero no hay que dejarse amedrentar. En Italia lloramos el atentado de ayer en Bagdad y, de una manera más cercana, el que afectó a algunos italianos en Dacca

Yo tendré que esperar al mes de agosto para tomarme unos días de descanso. Mientras, me las apañaré para sobrevivir en esta Roma veraniega. Ayer me di un largo paseo por las márgenes del Tíber, protegido por la sombra de los enormes plátanos de Indias. Algo alivia, pero no es suficiente.

Vivir sujeto al cambio de las estaciones tiene su encanto, aunque siempre pagamos un peaje. Desde luego prefiero esta variedad al clima más o menos constante de los países tropicales. En la primavera entendemos mejor qué significa pasar de la muerte a la vida. Toda primavera es un anticipo de la resurrección final. En el otoño aprendemos a vivir nuestra madurez y senectud. Recogemos muchos frutos de lo sembrado en otras etapas de la vida, pero también experimentamos pérdidas y achaques. El invierno nos confronta con el final, nos obliga a vivir de la esperanza. ¿Y el verano? Es la estación favorita de muchas personas porque representa la luz, el calor, la fiesta, la playa, el descanso.  Son armónicos imprescindibles en la melodía de nuestra vida, pero no son mis favoritos. El verano representa para mí un pequeño martirio, a menos que me coincida fuera de Roma, en algún lugar fresco y tranquilo. Aunque parezca una frase exagerada, me cuesta ser persona con más de 30 grados. Por encima de esta temperatura, dejo de pensar. Tendría que existir un mandamiento que nos librase de los demás cuando el termómetro superase los 30 grados. 

Aprovecho para felicitar a mis amigos de Estados Unidos en la fiesta de su Independencia, el famoso Independence Day. 

Como las previsiones para la semana entrante apuntan a los 35 grados en Roma, le pido prestada a Antonio Vivaldi -il prete rosso- su composición Verano (de las Cuatro Estaciones) por si me ayuda a sobrellevar esta dura prueba.


domingo, 3 de julio de 2016

De dos en dos

El evangelio de este XIV domingo del Tiempo Ordinario está lleno de indicaciones luminosas. Jesús, después de haber enviado a los doce apóstoles, envía a otros 72 discípulos. Parece claro que Lucas, cuando escribe esto, está pensando en los cristianos provenientes de la gentilidad. También a ellos está destinada la buena nueva de Jesús. 72 (o 70) era el número tradicional de naciones paganas según la concepción judía. Enviar a 72 discípulos significa, pues, regalar el Evangelio al mundo entero. Sobre el modo de hacerlo destaco un elemento: Jesús los envía “de dos en dos”. Es verdad que, según la ley judía, solo el testimonio de dos garantiza la verdad en un juicio, pero ese “de dos en dos” indica también que el anuncio del Evangelio no es un asunto individual sino una tarea de la comunidad. Los primeros misioneros –Pedro y Juan (cf. Hch 8,14), Bernabé y Pablo (cf. Hch 13,1)– no solo iban “de dos en dos” sino que eran “enviados” por sus comunidades.

¿Cómo vivir hoy ese “de dos en dos” para una evangelización significativa y eficaz? Estoy pensando en los matrimonios cristianos. Ellos ya viven “de dos en dos” y están llamados a ser los evangelizadores del futuro. Hasta ahora una buena parte de la evangelización ha estado reservada a los presbíteros y religiosos. ¿No habrá llegado la hora de que recaiga también sobre los matrimonios? Ellos, por la gracia del sacramento, aseguran esa primera condición que Jesús pone a los 72 discípulos. Ellos están habilitados para ir “de dos en dos”. Su primer anuncio del Evangelio se realiza en la propia familia, en la iglesia doméstica. Pero, ¿no pueden ser enviados más lejos, a más personas, a otros contextos? Estoy convencido de que si los matrimonios cayeran en la cuenta que, por el sacramento recibido, son enviados como los 72 discípulos, redescubrirían una nueva dimensión de su matrimonio. Por otra parte, harían una evangelización nueva, marcada por un fuerte sentido interpersonal y por la gratuidad propia del auténtico evangelizador.

Es verdad que el “de dos en dos” admite muchas variantes, pero me parece que la matrimonial aportaría la dosis de novedad que hoy estamos necesitando en la evangelización. Los grandes misioneros de hoy y de mañana son las parejas que viven su matrimonio como una vocación de anuncio del evangelio porque su misma familia –la iglesia doméstica– se convierte en laboratorio de lo que anuncian. Los valores que Jesús pide (sencillez, gratuidad, paz, etc.) se viven y se aprenden en el seno de las familias. Es muy difícil construir la Iglesia grande cuando se destruye la iglesia pequeña que es la familia. Por eso, el futuro de la evangelización pasa por la promoción de la familia. Amoris laetitia ha dado en el clavo.

El Padre Fernando Armellini está ya en plan veraniego. Os dejo con su comentario a las lecturas de este XIV Domingo del Tiempo Ordinario.


sábado, 2 de julio de 2016

¿Qué se nos ha perdido aquí?

Llegué ayer a Roma sin novedad, aunque un poco cansado. Me sorprendió la temperatura alta y húmeda. Se estaba mucho mejor en Mombasa o en Nairobi. Antes de meterme con otros asuntos urgentes, quiero escribir algo sobre mi viaje relámpago a la misión de Ngaramara y, más en concreto, sobre la rápida visita al poblado de Daaba. El camino de acceso es a ratos pedregoso y casi siempre muy polvoriento en la estación seca. El paisaje es el típico de la sabana keniata. De vez en cuando se ven algunos camellos y rebaños comunitarios de cabras, pastoreados por uno o varios hombres. En Daaba viven en extrema pobreza. Disponen solo de algún pozo para extraer agua, que siempre es muy salitrosa. Se alimentan de carne, beben sangre y leche de cabra o de camello. Los turkana son una tribu nilótica con lengua propia. Son seminómadas. Crían camellos y tejen cestas. Creen en un ser supremo creador de todo de quien dependen para su diario vivir. No hay separación entre religión y cultura. Todo forma parte de la misma concepción de la vida. Entre ellos hay un puñado de cristianos. Son muy comprometidos. A falta de iglesia, celebran la misa dominical bajo la copa de un inmenso árbol de la sabana. No he visto una catedral más amplia y hermosa. 

Mientras recorría el duro camino de Ngaramara al poblado de Daaba, me pregunté varias veces: ¿Por qué demonios tenemos que estar aquí los claretianos? ¿Qué se nos ha perdido en este remoto lugar? ¿Por qué poner en riesgo la vida de nuestros misioneros? ¿No será más eficaz concentrarse en los suburbios de las grandes ciudades que venir a estos lugares perdidos para atender solo a unas decenas de personas? ¿Quién nos ha dado vela en este entierro? ¿No es el gobierno keniano el responsable de proporcionarles mejores condiciones de vida? Son las preguntas típicas de un europeo acostumbrado a calcular todo según los patrones de coste, riesgo y beneficio. A estos lugares no viene ninguna multinacional, aunque sí alguna ONG. Es verdad que las multinacionales invierten a veces en lugares difíciles pero porque obtienen grandes beneficios: explotación de materias primas de calidad, etc. ¿Qué ganamos nosotros? Lo puedo decir con nitidez: problemas pulmonares provocados por el polvo y las oscilaciones térmicas, varios ataques de malaria, averías constantes en los vehículos, insuficiencia alimentaria, soledad, posibles atentados de grupos radicales…

¿Por qué estamos aquí, entonces? ¿Somos un grupo de pirados con ganas de aventura, como quien practica puenting o hace un rally por el desierto? ¿Nos paga un sueldo una secreta asociación mundial? No, no somos aventureros ni agentes secretos, no hemos venido aquí por gusto sino enviados. La razón es solo una: queremos compartir con esta gente excluida la experiencia de que hay un Dios que nos ama a todos, que siente preferencia por los últimos, que no calcula su amor en términos de coste-beneficio y que nos da fuerza para afrontar los problemas de cada día porque quiere que todo sus hijos e hijas tengan vida y la tengan en abundancia. Eso significa que, con los propios recursos y la ayuda externa, podemos construir mejores pozos para tener acceso al agua, proporcionar educación a los niños y jóvenes, incentivar programas de salud integral para todos, buscar soluciones a los problemas entre las diversas tribus, impedir la mutilación genital femenina, etc.

Y, sobre todo, podemos compartir la buena noticia de que Jesús de Nazaret es el rostro visible de ese Dios invisible al que todos adoramos, aunque no sepamos bien quién es, dónde vive, cómo nos afecta. La fe en él nos acerca a Dios y nos hace más humanos. Este es, en definitiva, el motor que mueve a nuestros misioneros, que les permite levantarse cada día con ilusión y hacer frente a las muchas dificultades de una vida misionera exigente en un contexto hostil. Sin este motor sería imposible aguantar aquí un solo día. No todos lo entienden. Basta que ellos -nosotros- lo tengamos grabado a fuego en el corazón. Las mejores cosas de la vida casi nunca se entienden del todo. Mi viaje relámpago a Daaba volvió a ponerme contra las cuerdas de lo que significa hoy la misión cristiana. Me permitió redescubrir su verdadero significado. Pude agradecer el testimonio de mis hermanos que, renunciando a otros lugares más cómodos y ventajosos, entregan aquí su vida. ¿Alguien da más?

viernes, 1 de julio de 2016

Observatorios de humanidad

Empecé a escribir esta entrada en el aeropuerto de Nairobi a las 3 de la tarde de ayer. La termino en el inmenso aeropuerto de Dubai pasada la medianoche,  ya en el mes de julio. Espero leerla publicada cuando llegue a Roma. En 15 horas voy a pasar por tres aeropuertos de relieve: uno africano (Nairobi), otro asiático (Dubai) y otro europeo (Roma-Fiumicino). Cada uno tiene su fisonomía. Para mí, el más familiar es el romano. De él salgo y a él llego varias veces al año. Es como mi segunda casa. Tras tiempos de un cierto abandono, ahora lo están remozando y ampliando. Roma se lo merece. Acostumbrado a este constante ir y venir, procuro aprovechar el tiempo que paso en las terminales para desconectar y observar. Los aeropuertos son, en efecto, un observatorio de humanidad. Por ellos desfilan millones de personas. Nuestra manera de reaccionar y comportarnos en ellos refleja bastante bien la inmensa variedad de la naturaleza humana. Si hace semanas escribí sobe la anatomía de una taza de café, hoy quiero hacerlo sobre la anatomía de los aeropuertos.

Hay personas que se mueven por los aeropuertos como Pedro por su casa. Van directas a los diversos lugares (mostrador de facturación, control de seguridad, puerta de embarque) y ocupan su tiempo de manera provechosa (leen, navegan por internet, hacen compras o toman algo en un bar). Hay otras, por el contrario, que se sienten como perdidas. No saben adónde dirigirse, preguntan a unos y a otros, avanzan, retroceden, acomodan sus bolsas en los carritos y miran todas las pantallas que se encuentran. La mayoría de los pasajeros se suele comportar con educación, pero cada vez abundan más los que, tanto en los aeropuertos como en los aviones, actúan de manera grosera: visten como si acabaran de llegar de la playa, se tumban en cualquier lado, colocan los pies sobe los asientos, van dejando un reguero de basura por donde pasan, gritan a los empleados como si todos estuvieran a su exclusivo servicio, caminan exhibiendo una ridícula chulería, instruyen a los incautos con sus nulos conocimientos aeronáuticos y chapurrean un inglés que casi nadie entiende. 

Hay gente que mira de soslayo las pantallas para cerciorarse del horario de su vuelo y confirmar su puerta de embarque porque la megafonía indica que puede cambiar en cualquier momento. Gente que no deja de hablar por el móvil y que, por el volumen de su voz, pretende que todos los demás nos involucremos en sus absurdas conversaciones. Gente que pasea de un lado a otro como para contrarrestar los efectos de las muchas horas que han pasado o pasarán sentados. Gente que se refugia con ansiedad en las zonas reservadas a los fumadores apurando el último cigarrillo antes de embarcar. Gente que pelea con los empleados de facturación para colar más kilos o bultos de los permitidos. Gente que se viste como si fuera a una pasarela de modelos y aprovecha la espera para desfilar ante la mirada curiosa de los demás. Gente que derrama alguna lagrimilla por las personas que han dejado fuera, después de despedirse más veces que los borrachos. Gente que disimula su miedo a volar. Gente que se desplaza en silla de ruedas o en cochecitos eléctricos, acompañados por personal de servicio. Gente que no se separa de su equipaje por miedo a que alguien se lo lleve. Gente que se aparta cuando ven a algún policía, como si tuvieran algo que ocultar. Gente –poca– que acude a la capilla o a los lugares de culto en aquellos aeropuertos donde existen. Gente, en fin, que aprovecha estos no-lugares para recapitular lo vivido y prepararse para lo que viene. Yo pertenezco a este último grupo, aunque me identifico también con alguno de los anteriores. Me gusta pensar y escribir sobre mis experiencias recientes en el lugar del que parto y programar lo que me espera en el lugar de destino. Pero todo con calma, sin la presión de quien va con la lengua fuera, a menos que mi avión esté a punto de despegar, cosa que me ha ocurrido poquísimas veces.

En alguna parte leí que cada minuto vuelan simultáneamente unos 4.000 aviones por los cielos del mundo. Eso significa que millones de personas pasan cada día por los aeropuertos. Se habla de internet como del sexto continente. Tal vez los aeropuertos sean el séptimo. O, quizá mejor, una no man’s land, una tierra de nadie en la que uno siempre está de paso. Salvo algunos okupas ocasionales, nadie vive en un aeropuerto, ni siquiera sus directivos o trabajadores. Todos estamos en ellos como en un país inexistente, en el que uno puede entenderse en inglés con los empleados y gastar los últimos billetes de moneda local para comprar un regalo que no sabe a quién entregará. Si me dejo llevar por mi instinto filosófico, diría que un aeropuerto es también una parábola de una cierta concepción nihilista de la vida humana. Sabemos bien de dónde venimos, sabemos adónde queremos llegar (nuestro billete lo indica con claridad), pero no estamos seguros de conseguirlo. Por eso, entretenemos la espera consumiendo, navegado por internet o paseando de un lado para otro. Me atrevería a decir que más del 80% de las personas que ahora me rodean están manejando algún dispositivo electrónico. Pocas cosas hay más universales que estos adminículos. Los manejan un alto ejecutivo de Toshiba, un clérigo musulmán, una viejecita de Nebraska, un joven filipino de pelo teñido, un indio con turbante y un pastor masai mientras cuida sus vacas en la sabana de Kenia.

No es fácil ver a la gente sonreír en los aeropuertos, a menos que se trate de grupos escolares o juveniles, o que estemos en África. Casi todos estamos como con cara de circunstancias, con ganas de abandonar cuanto antes este lugar, por más que disponga de aire acondicionado, wifi gratis y todo tipo de servicios. Un aeropuerto nos recuerda, en definitiva, que en esta vida estamos de paso, que no hemos venido para quedarnos definitivamente. Conviene de vez en cuando comprobar nuestro billete para recordar cuál es nuestro destino. En algún rinconcito debe de poner eso de Bound to Heaven. Y ya se sabe que la puerta de embarque es, más bien, estrecha.

Basta. Por megafonía se anuncia mi vuelo. Puerta número B 3. Vamos para allá.