martes, 13 de diciembre de 2022

¿Nos ha salvado Dios de algo?


En su libro autobiográfico El niño que jugaba con la luna, el jesuita francés Aimé Duval -cantautor famoso en los años 60, adicto al alcohol- escribe unas palabras que son carne de Adviento: “¿Qué sabréis de Dios vosotros, los sanos, si Dios nunca os ha salvado de nada; si estáis bien tal como estáis; si vuestro dinero, vuestra reputación, vuestra excelente salud, y vuestros cómicos títulos honoríficos os dispensan de llamarlo en vuestra ayuda?”. Son dardos que se clavan, palabras que denuncian nuestra vida cómoda, religiosamente cómoda, indolora y anodina. 

En el tiempo de Adviento esperamos la venida de Jesús. Recordamos su venida histórica y nos abrimos a su constante venida a nosotros. Jesús significa precisamente “Dios salva”. Los que nos consideramos seguidores de Jesús deberíamos preguntarnos de vez en cuando: ¿De qué me ha salvado Dios? ¿De qué me está salvando hoy? Cuando uno ha experimentado en la vida el “descenso a los infiernos” en forma de enfermedad grave, depresión, adicción a las drogas, al sexo o al juego, rupturas afectivas, abusos de todo tipo o intentos de suicidio... entiende muy bien lo que significa “ser salvado”. Me ha tocado acompañar a personas que, después de experiencias de vacío y sufrimiento, han experimentado la caricia de Dios y han rehecho sus vidas. Ellas sí entienden lo que significa salvación. Lo han experimentado en carne propia. Saben lo que supone salir del pozo del sinsentido y de la angustia. Saborean el valor de la dignidad, la libertad y la alegría.


Quienes, por el contrario, viven una vida superficial o se contentan con una religiosidad del mero cumplimiento, no necesitan a Dios. Se refieren a Él con los labios, pero, en realidad, podrían vivir perfectamente sin creer en Él. Hay una religiosidad que es pura apariencia, cuando no abierto postureo. En el Evangelio de hoy Jesús pronuncia unas palabras tajantes: “En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis”. 

Quienes han experimentado que Dios los “salva” (es decir, los saca de una situación de pecado, tristeza y angustia) creen en Él. Quienes, por el contrario, siempre han vivido como gente formal, demasiado formal, no experimentan la necesidad de ser “salvados” porque consideran que están en regla. Para ellos Dios no es su “salvador”, sino un artículo de lujo, la guinda que corona el pastel de su autosuficiencia y comodidad.


Nunca olvido una antigua canción de Víctor Manuel en la que cantaba: “Déjame en paz, / que no me quiero salvar / y que me dejes mejor quemar. Déjame en paz, / en el infierno no estoy tan mal”. Y con cruda ironía denunciaba: “Siempre aparece un redentor / para vendernos el favor. / Dice tener la solución / para sacarnos del error. / No necesito de un tutor, / prefiero equivocarme yo. / No me prometan salvación, / que se me ablanda el corazón”. Muchos contemporáneos podrían hacer suyas estas palabras hasta convertirlas en una especie de himno personal. 

Cuando uno afronta la vida desde esta clave, ¿qué necesidad tiene de Dios o de Jesús? Se basta a sí mismo para sacar las castañas del fuego. El Adviento y la Navidad son tiempos prescindibles; más aún, incómodos e impostados. Quizá necesitamos estar enfermos, tocar con los dedos nuestra finitud, para abrirnos al misterio de la gracia. Jesús también se refirió a esta situación con mucha claridad: “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores”. Hay muchas personas que encuentran paz en estas palabras restauradoras porque las sienten dirigidas a sí mismas. 




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