Febrero empieza para mí con la memoria de los Beatos Mártires Claretianos, una conmemoración litúrgica que, tras la debida autorización de la Santa Sede, comenzó el año pasado. En un día como hoy
recordamos conjuntamente a los 184 claretianos
mártires (de los más de 270 asesinados a causa de su fe) que la Iglesia ha
canonizado hasta ahora: los 51 mártires de Barbastro (25 de octubre de 1992); el
P. Andrés Solá Molist, mártir de la persecución religiosa en México (20
de noviembre de 2005); los 23 mártires de Sigüenza, Fernán Caballero y
Tarragona (13 de octubre de 2013) y los 109 mártires de Cervera y otras comunidades
claretianas de España (22 de octubre de 2017). En varias ocasiones he escrito
en este Rincón acerca de nuestros mártires
y del significado que tienen hoy para nosotros. No se trata de un asunto del
pasado remoto o del pasado reciente. En nuestros días se siguen
produciendo muchas persecuciones y asesinatos por causa de la fe en
Cristo en varias partes del mundo. Por lo general, a los grandes grupos
internacionales de comunicación no les interesa mucho destacar estas noticias. Sin
embargo, los cristianos no podemos permanecer callados. No se trata de excitar
sentimientos de odio o venganza, sino de acompañar a nuestros hermanos en la fe que
sufren. Por eso hoy, más que pensar en los claretianos ya beatificados, pienso
en los que siguen siendo perseguidos en Corea del Norte, Afganistán, Nigeria, Somalia, Libia, Paquistán, etc. ¿Llegará un día en que alcancemos el
pleno respeto a las creencias de cada persona?
Esta mañana,
durante el desayuno, recordábamos el caso de uno de los 51 mártires de
Barbastro, cuya peripecia se cuenta con mucha fidelidad en la película Un Dios prohibido.
Se trataba de Salvador Pigem, uno de los jóvenes a los que un miliciano le
ofreció liberarlo en recuerdo de la ayuda que había recibido por parte de su
familia. Salvador puso una condición: aceptaba el ofrecimiento si también eran
liberados todos sus compañeros. El miliciano se opuso. Salvador permaneció con
el grupo. Fue asesinado con el resto de los miembros de la comunidad. En
tiempos tan individualistas como los que vivimos hoy cuesta entender que
alguien rechace la libertad. No se trata de una decisión irresponsable. Es el
fruto de una trayectoria vital. Lo admirable de los mártires de Barbastro –como
de todos los demás– es que el martirio no fue un mero accidente, sino el fruto
maduro de una existencia forjada en los valores del Evangelio: la fe y la confianza
en Dios, el significado de dar la vida y de no retenerla, la pasión misionera,
la preocupación por los obreros y la causa social, la devoción al Corazón de María,
la fuerza de la Eucaristía, la comunidad como lugar de encuentro con Jesús, el
poder de la oración, etc. Son estas semillas las que, con la gracia de Dios,
produjeron los frutos del martirio. Sin ellas, no hubiera sido imaginable.
Solo crece y
madura lo que se siembra a su debido tiempo en el terreno adecuado. ¿Cuáles son
las semillas que los padres, educadores y formadores de hoy sembramos en los
niños y jóvenes? Es verdad que las circunstancias externas influyen mucho, pero
lo que determina nuestro futuro son los valores que desde niños hemos recibido.
Si en casa percibimos indiferencia, competitividad, violencia, individualismo,
etc., podemos imaginar qué tipo de frutos se cosecharán en el futuro. Por el
contrario, si sembramos (no si imponemos) fe, confianza, amor, entrega, disciplina, alegría, curiosidad,
respeto, tolerancia, apertura…, lo normal es que estas semillas produzcan
frutos de madurez humana y espiritual. Naturalmente, los procesos humanos no
son automáticos. Es esencial el uso de nuestra libertad personal. Pero, cada
vez me parece más claro que, si en la infancia y adolescencia se comparten
valores positivos (semillas de vida), tarde o temprano, acabarán produciendo
fruto. A veces –es verdad– la cosecha se retrasa mucho por las vicisitudes de
la vida. Puede que en algunos casos las semillas se echen a perder sofocadas
por las crisis y las “malas hierbas”. Incluso
en esos casos, la vida acaba siempre triunfando. Es la lección que recojo hoy
de nuestros mártires. A los ojos del mundo de entonces, fueron unos perdedores,
jóvenes ingenuos, víctimas de una violencia irracional. Hoy los veneramos como modelos
e intercesores. Lo auténtico nunca se pierde, aunque necesitemos tiempo para
descubrirlo y valorarlo.
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