El pasado jueves 20 de febrero este Rincón de Gundisalvus cumplió cuatro años. Es todavía un niño, pero ya habla y camina con soltura.
Ese mismo día llegó a las 1.310 entradas; o sea, una media de 327 entradas por
año. No está mal. Lo más hermoso de esta aventura digital es que, a través de este humilde blog, he tenido la oportunidad de entrar en contacto con personas que buscan,
sueñan y se comprometen. Fruto de esos encuentros han sido los tres retiros presenciales
que hemos compartido. Pero hoy, con un pie en el avión para regresar a Roma tras algo más de dos semanas en España, quiero evocar lo vivido el pasado sábado
por la mañana.
Después de concluir un encuentro con los responsables de la
animación espiritual de los claretianos de Europa en el “Centro Fragua”, participé
en el funeral y entierro de un claretiano. Hacía poco que había cumplido 90
años. Era un misionero hermano (no sacerdote) de origen navarro. Toda su vida
como religioso se había dedicado a tareas domésticas (sobre todo, sastre y encargado
de la lavandería) y litúrgicas (sacristán en varias iglesias y santuarios). Yo
lo admiraba mucho por su dignidad, responsabilidad, trabajo incansable,
piedad y sentido del humor. Era uno de esos “hermanos” clásicos que ya no se
prodigan. Su “cátedra” no estuvo en una universidad, sino en una sacristía y en
una lavandería. Durante los ocho años que viví con él fui testigo directo del
amor y sabiduría que se pueden transmitir con una plancha o un incensario en la mano. Para ser santos (es decir, testigos del amor de Dios) no es
necesario ser brillantes, sino humildes y entregados. Como le gustaba decir a la Madre
Teresa de Calcuta, no hemos sido llamados a tener éxito, sino a ser fieles. Creo
que Celedonio Gurbindo –que así se llamaba este anciano hermano– lo fue. No
porque su vida fuera intachable, sino porque se dejó transformar por Dios. Fue una especie de golondrina (eso significa su nombre en griego) que iba transmitiendo pasión por la vida y fe nazarena (es decir, en la cotidianidad escondida).
Disfruté con la
celebración de su funeral, por más que en varias ocasiones se me escaparan
algunas lágrimas de emoción, no de dolor. Fue una ceremonia en la que nos dimos cita sus varias familias:
la biológica (sus hermanos y sobrinos, a los que adoraba), la carismática (nosotros,
los claretianos) y la formada por amigos venidos de diversos lugares (sobre
todo, de Madrid y Colmenar Viejo, donde pasó varias décadas como misionero). En
una mañana luminosa de primavera adelantada, celebramos la Eucaristía presidida
por el cardenal Aquilino Bocos. Al comienzo, después del canto inicial, algunos
hermanos colocaron sobre el ataúd varios objetos que resumían la vocación
misionera: el evangeliario, las constituciones claretianas y un cuadro del Corazón
de María, junto con un hermoso ramo de flores y el cirio pascual, símbolo del
Cristo resucitado. Todo fue discurriendo con serenidad y emoción contenida. Se percibía
en el ambiente la esperanza alegre que produce la fe en la resurrección. Vivir la
muerte como una “pascua” (como un “paso” de esta vida terrena a la
vida plena en Dios) es una gracia que llena el alma. En el trayecto de nuestra
capilla al cementerio experimenté una alegría que solo Dios puede producir. Nos
habíamos reunido para dar el último “adiós” a nuestro hermano en el sentido más
literal de la expresión: para entregarlo “a Dios”, su padre y padre de todos.
Cuando comparaba
esta hermosa celebración, iluminada por la Palabra de Dios y salpicada de otros
elementos (dos hermosos sonetos compuestos por un amigo de la comunidad, cantos
tradicionales claretianos, etc.) con algunas ceremonias civiles en las que la
muerte es tratada con asepsia clínica, como de puntillas, caía en la cuenta de
la riqueza enorme que supone la fe. Es verdad que toda muerte produce de
entrada dolor y tristeza, pero enseguida la fe en Jesús nos da una clave para
vivirla con esperanza y alegría. Entregar una persona querida a Dios significa
que no la retenemos como si fuera una posesión nuestra, sino que estamos convencidos
de que no hay nada mejor que le pueda suceder a un ser humano que vivir la
plena comunión con Dios. Y, desde ella, la comunión con todos nosotros. Nuestros
hermanos difuntos desaparecen físicamente para quedarse con nosotros de una manera
nueva, liberadora, profunda. ¡Es el misterio de la “comunión de los
santos” (communio sanctorum) que
tanto me costaba entender cuando me preparaba para la primera comunión y tenía
que recitar el Credo sin atisbar su profundidad! Confieso que la celebración
del sábado fue una gracia que me ayuda a vivir la muerte de otra manera. Es
verdad que oramos por el perdón de los pecados de nuestro hermano y por su
eterno reposo, pero, sobre todo, dimos gracias a Dios por una vida cumplida en años, que fue para muchas personas un signo del amor de Dios entre nosotros.
Gracias Gonzalo, por todos los mensajes que estas expresnado en esta entrada.
ResponderEliminarFelicidades por estas 1.310 entradas y por el cuarto aniversario del blog... Muchísimas gracias por todo lo que hemos recibido de ti, a lo largo de este tiempo... Calcula las horas de reflexión de las que hemos disfrutado los que te seguimos desde el primer día.
Continua con la misma ilusión con que lo vas haciendo... Un abrazo.
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