Leo que la omnipresente monja argentina Lucía Caram, ataviada con bufanda roja, ha visitado a los muchachos de la academia de Operación Triunfo. Enseguida se ha desatado
un debate digital. Me parece que dominan los partidarios sobre los detractores.
Más allá de la simpatía o antipatía que suscite esta monja atípica, admiro a las personas
que aceptan el desafío de vivir su fe en la calle, en diálogo con personas que
entienden la vida de maneras muy diversas. Admiro, sobre todo, a quienes se
sientan a dialogar con las jóvenes generaciones. Escuchar sus preguntas y perplejidades
nos ayuda a entender mejor en qué mundo vivimos. Leyendo algunos comentarios a
la visita de la monja Caram a los “triunfitos”, me sorprende que varios digan
que ha sido genial porque ha hablado de valores humanos como el esfuerzo, la preocupación
por los últimos, la solidaridad… sin hablar de Dios. Lo que la hace atractiva
para quienes se declaran ateos es que no ha necesitado hablar de Dios para
mostrarse muy humana. Estas cosas solo suceden en Europa. Creo que en ninguna
otra parte del mundo (salvo quizás en algunos lugares de América) se contrapone
con tanta energía la fe en Dios y la preocupación por los seres humanos. Espero
que, entre las muchas cosas que hemos exportado (buenas y malas), no exportemos
también esta manera dualista y empobrecedora de entender la fe y la realidad.
Cuando salimos a
la calle nos exponemos mucho. Hay personas a las que todo lo que suene a
religión, Jesús, Evangelio o Iglesia les produce urticaria. Pueden tener razones
personales para esta hostilidad. A menudo provienen de contextos familiares y
educativos en los que la fe cristiana se ha vivido más como imposición que como
opción liberadora. No faltan experiencias traumáticas en relación con algunos
hombres o mujeres de Iglesia. En otros casos, la hostilidad puede provenir del
pensamiento anticristiano que se ha instalado en algunos círculos intelectuales
y artísticos y que se vende como la cumbre de la libertad de expresión. O
simplemente de prejuicios nacidos de la ignorancia. Es normal que una sociedad
pluralista existan corrientes de este tipo. Hay que aprender a convivir con
ellas sin concederles una excesiva importancia. En ningún caso las posibles
reacciones críticas deben impedirnos caer en la cuenta de que la gran mayoría
de las personas tienen una actitud abierta al diálogo, respetan los diversos
caminos que uno puede recorrer e incluso sienten una profunda simpatía por Jesús
y su evangelio. Me he sorprendido muchas veces hablando con personas que, al
enterarse de que era misionero, han compartido abiertamente sus búsquedas y sus
problemas. ¿Por qué habríamos de esconder un tesoro que se nos ha concedido
para compartirlo con los demás?
En esta línea, me
produjo alegría que el reciente Congreso de Laicos de España llevara por título
Pueblo de Dios en salida.
No se trata de promover una campaña de proselitismo semejante a la que
practican algunas sectas pentecostales o de querer regresar al modelo
tradicional de cristiandad. Me parece que es algo más profundo, fresco y
evangélico. Consiste en tomar en serio la invitación de Jesús de ir de dos en
dos dando testimonio de la novedad del Reino a través de algunos signos que la
expresan. Quizás el más sencillo y elocuente es la autenticidad de la propia
vida, la alegría serena y contagiosa que brota de quien vive con sentido, de
quien se sabe querido de manera incondicional por Dios. No es necesario
imaginar una evangelización muy programada, a base de medios sofisticados. El Espíritu
Santo llega al corazón de las personas en directo. A nosotros nos toca
respetar, suscitar, acompañar y compartir. El Evangelio que se vive y se
celebra en las casas y en los templos resuena con una frescura especial cuando
sale a la calle. Es posible que los ruidos ambientales interfieran un poco,
pero eso mismo se convierte en acicate para aguzar el oído. El siguiente vídeo
puede ser una hermosa parábola musical de lo que sucede cuando abandonamos una impoluta
sala de conciertos y llevamos el Bolero
de Ravel a una plaza del pueblo. Algo parecido podría suceder con el Evangelio, la partitura que nunca pasa de moda y que cada vez menos conocen.
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