En medio del temor creciente por la expansión del coronavirus llega como de puntillas la Cuaresma. Los periódicos
no le dedican ninguna atención. Están preocupados por otras cosas aparentemente más actuales.
Al fin y al cabo, cuaresmas ha habido muchas y seguirá habiéndolas en el
futuro. Su llegada no es noticia. La Iglesia no depende de las modas de cada momento. Como el Evangelio, es siempre actual porque no está obsesionada con serlo y, sobre todo, porque va al corazón de la experiencia humana. En este contexto, el papa Francisco nos regala su mensaje
anual con motivo de la Cuaresma. Toma por título un versículo de la segunda carta a los corintios: “En nombre de Cristo os pedimos que os
reconciliéis con Dios” (2 Cor 5,20). No sé cuántos lo leerán con atención.
Estamos saturados de palabras. Yo lo leí en mi vuelo de regreso a Roma el pasado lunes. Sentí una suave llamada a cuidar más las tres relaciones esenciales de mi vida: con Dios
(oración), con los demás (limosna) y conmigo mismo (ayuno). Ya sé que todos los
años la Iglesia nos recomienda una buena dosis de estos tres ingredientes
espirituales, pero con frecuencia los echamos en el olvido. ¿Por qué este año puede
ser diferente? ¿Por qué no puede ser posible pasar de una fe licuada a una fe
sólida?
Mientras intento
concentrarme, suena en el trasfondo el testimonio impresionante de María Martínez, una mujer donostiarra que ha pasado de practicar abortos a dar testimonio de su fe en Jesús. Hace pocas horas que un amigo mío me ha enviado el enlace a un vídeo de YouTube que resulta escalofriante. No dudo de que a algunos les puede parecer el típico mensaje conservador de los neoconversos, pero no conviene dejarse guiar por los prejuicios. Es un vídeo muy reciente. Fue grabado el
pasado mes de noviembre. No sé qué pensar. Tendría que apagarlo, pero reconozco
que me atrapa. Pienso que si María (antes llamada Amaia) ha vivido un terrible
y hermoso proceso de conversión, ¿por qué los mediocres no podemos vivir el
nuestro? Nunca es tarde para quien se deja seducir por Dios. Quizá lo único que
podemos hacer es ponernos a su alcance, no huir ni hacia atrás ni hacia adelante, aguantar su mirada de amor. Orar es exactamente esto: dejarnos mirar
por Dios sin temor a ser descubiertos o desnudados. La suya no es una mirada inquisidora o
acusatoria. Es la mirada de un padre que nunca renuncia a encontrarse con cada
uno de sus hijos e hijas, que se levanta cada mañana para otear el horizonte
para ver si estamos de camino. Es más fácil enredarse en las ocupaciones habituales,
encontrar justificaciones de todo tipo, responder que “mañana le abriremos para lo mismo responder mañana”, pero ninguna
de estas excusas nos deja el corazón pacificado porque hemos sido hechos para
él y no saciaremos nuestro anhelo hasta que no descansemos en él.
Escribo estas líneas
en la curia general de los Agustinos Recoletos mientras dirijo un taller de dos
días con los responsables de la formación permanente de la orden. La figura del
santo de Hipona está por todas partes. Si hay algún santo que ha descrito con profundidad
el anhelo de infinito, el itinerario que sigue un buscador de Dios, ese ha sido
san Agustín. Sus Confesiones
son una lectura obligada para todos los que buscan un sentido profundo a su
vida. Quizás la Cuaresma es una buena oportunidad para ello. ¿Por qué no este
año? El salmo 94 nos invita: “Si hoy escucháis
su voz, no endurezcáis el corazón”. La enfermedad más peligrosa de nuestro
tiempo no es la producida por el Covid-19, sino la “dureza de corazón”, la
insensibilidad a los signos de Dios en el libro de la vida, la cerrazón a su
amor. Para esta enfermedad no existe mejor antídoto que una oración humilde en
la que hagamos nuestras las palabras del salmo 62: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma está sedienta de ti.
Mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca, agostada, sin agua”. Y también el complejo vitamínico que nos ofrece el profeta Isaías en la primera lectura de hoy: “Rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos, y convertíos al Señor vuestro Dios” (Is 2,12).
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