Cuando estoy en Roma, todos los días, a eso de las 6,50 de la mañana, me siento frente al teclado (llamarlo “órgano” sería un exceso) de nuestra capilla y acompaño los cantos de la misa comunitaria. El teclado está situado en un rincón (que bien
podría llamarse “el rincón de Gundisalvus”), junto a uno de los radiadores.
Desde ahí diviso el círculo de bancos que rodea al altar. En cada Eucaristía
solemos cantar cuatro o cinco cantos. No está mal. A varios de mis compañeros de comunidad no
les gusta cantar; otros están bastante adormilados a esa temprana hora, así que tampoco cantan mucho. Menos
mal que hay otro tercio que sostiene el canto con buena afinación y entusiasmo.
Sospecho que, más allá de cuestiones temperamentales u horarias, todavía no hemos descubierto cuál es el sentido del canto en la liturgia. Y algo parecido les pasa a otras muchas comunidades cristianas. El canto litúrgico no es un elemento decorativo (y, por tanto, prescindible) para hacer más entretenidas las celebraciones o rellenar vacíos,
sino una forma excelsa de orar, crear comunidad y alabar a Dios. La frase atribuida a san
Agustín, aunque parece que él nunca escribió nada semejante, resume bien esta
idea: “El que canta ora dos veces”. Cantar, pues, no es un mero entretenimiento, sino una forma especial de orar.
En general, las comunidades cristianas de España e Italia (los países europeos que
más conozco) no se distinguen por cultivar mucho el canto litúrgico, si se exceptúan el País
Vasco, Navarra y la Comunidad Valenciana, donde hay una gran tradición musical. Cuando uno visita Alemania o Inglaterra nota enseguida la diferencia. En esos países, quizás por el influjo de la Reforma, el cantoral es un libro de uso obligado en todas las
celebraciones. La gente canta. No digamos en África, donde todo el mundo canta con energía, ritmo
y sentido comunitario. Sería impensable una celebración en África en la que la gente
no cantase (y bailase). De todos modos, si tuviera que elegir dos países en los que
el canto litúrgico ha entrado en el corazón de la gente, me inclinaría por
Filipinas y, sobre todo, por Indonesia. Lo que he visto en este último país asiático
parece casi increíble. Es normal que en las misas dominicales (incluidas las de
los pequeños pueblos), la gente cante a varias voces. Se ve enseguida que disfrutan haciéndolo. Para
ellos, la belleza del canto es un modo supremo de oración. Hay, además, una
explicación pedagógica. Desde niños, aprenden en la escuela un sistema numérico
de notación musical que les permite interpretar correctamente cualquier canción. Encima de cada sílaba del texto de una canción figura un número que se corresponde con una nota determinada. Una de las aficiones de adolescentes y jóvenes es juntarse para cantar polifonía,
practicar karaoke o tocar varios
instrumentos. No percibo esta cultura en los países mediterráneos. El resultado
es que muchas de nuestras celebraciones tienen un aire mortecino, les falta la
fuerza de la música.
Está demostrado que cantar juntos reporta muchos
beneficios, incluso para la salud. Pero el canto litúrgico va más lejos.
El teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer, en su famoso libro La
vida en comunidad, que recomiendo encarecidamente, escribe lo
siguiente: “El hecho de que no hablemos,
sino cantemos en común, no hace más que subrayar que las palabras son incapaces
de expresar todas nuestras experiencias, mientras que el canto tiene un poder
de expresión mucho más rico. Sin embargo el canto está unido a palabras que nosotros
pronunciamos para alabar a Dios, darle gracias, invocar y confesar su nombre.
De este modo la música está íntegramente al servicio de la palabra y traduce lo
que ésta tiene de incomunicable”. Hace luego algunas observaciones sobre la
importancia de cantar al unísono (como expresión de comunidad confesante) y sobre los peligros de exhibicionismo vocal que a
veces matan el verdadero sentido del canto litúrgico. Escribo estas líneas después de haber comprobado, un día más, lo mucho que puede mejorar mi comunidad en este aspecto. Será cuestión de no tirar la toalla. Solo cuando uno disfruta, se empeña en ensayar y orar cantando.
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