Leyendo la primera lectura y el evangelio de este V Domingo del Tiempo Ordinario, me pregunto si, después de tantos años de práctica, he entendido qué significa ser cristiano. Tengo mis dudas. Las encuestas sociológicas suelen medir la religiosidad de una persona o de un grupo humano atendiendo, sobre todo, al grado de aceptación de las creencias y de participación en las celebraciones. Lo que leemos hoy en el libro del profeta Isaías va en otra dirección: “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, cubre a quien ves desnudo y no te desentiendas de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia, detrás de ti la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor y te responderá; pedirás ayuda y te dirá: “Aquí estoy” (Is 58,7-9). ¿Hay alguna indicación más clara que esta para quienes seguimos buscando a Dios? Por si no fuera suficiente, el profeta la remata así: “Cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía” (Is 58,10). Normalmente tenemos problemas para creer en Dios cuando nos cerramos en nosotros mismos. Las personas desprendidas y generosas, dispuestas siempre a echar una mano, son hombres y mujeres de luz. La oscuridad que nos envuelve a quienes nos miramos el ombligo se torna en ellos claro mediodía. En otras palabras: encuentra la luz de Dios quien se arremanga para ayudar a quien lo necesita.
En el evangelio de Mateo, Jesús presenta a sus discípulos como “sal de la tierra” y “luz del mundo”. No dice que “deben ser” sal y luz, sino que, por el hecho de ser sus seguidores, ya lo “son”. No está imponiendo un mandato sino desvelando una realidad, poniendo nombre a una vocación. En nuestra hipocondríaca “cultura sin” pronto nos olvidaremos de qué es la sal, pero de momento sabemos que ese componente de cloruro sódico es la única “roca” comestible para el ser humano y posiblemente el condimento más antiguo. Perdiéndose en los alimentos, sirve para darles sabor y preservarlos de la corrupción. En algunas culturas la sal es también un símbolo para sellar la inviolabilidad de los pactos entre personas y grupos. Que Jesús nos llame a sus discípulos “sal” es una forma de decir que damos sabor y sentido a la vida, preservarnos a la sociedad de la corrupción y garantizamos la fidelidad a la palabra dada. ¿No es esta una misión urgente y atractiva en los tiempos que corren? Para eso, no es necesario que se nos vea mucho. La sal se disuelve en los alimentos. Los cristianos nos disolvemos también en las sociedades en las que vivimos. A veces nos volvemos muy sosos, pero nuestra vocación es la de ser “salados”. La palabra de Dios que hemos aceptado por la fe es la que da sabor a una existencia que, sin ella, puede resultar intragable.
La imagen de la luz aparece tanto en la primera lectura como en el Evangelio. Es quizás más inteligible que la de la sal. Nosotros somos luz del mundo porque –como canta el himno litúrgico– somos “nacidos de la luz, hijos del día”. En el camino de la vida “vamos hacia el Señor de la mañana; / su claridad disipa nuestras sombras / y llena el corazón de regocijo”. Uno de los piropos más hermosos que se le puede aplicar a un cristiano es el de ser una persona transparente, “luminosa”, que da luz, calor y energía renovable por donde pasa. Donde hay luz, hay vida; donde hay oscuridad, hay muerte. Ser luz del mundo implica, pues, ser también portadores de vida. ¿Cómo se enciende esa luz? No hay que inventar nada: “Cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía” (Is 58,10). A los anarquistas de ayer y de hoy les gusta repetir eso de que “la iglesia que más ilumina es la iglesia que arde”. Excitados por esta consigna, no dudan en prender fuego a algunas iglesias. Lo acabo de comprobar en mi reciente viaje a Chile. En realidad, la verdadera consigna, de acuerdo al profeta Isaías, debería ser esta: “La iglesia que más ilumina es la Iglesia que parte su pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, cubre a quien ve desnudo y no se desentiende de los más necesitados”. Con manchas y arrugas, esta Iglesia existe. Sin su testimonio, sería más difícil creer en la Luz. Os dejo con mis amigos de Brotes de Olivo. Ellos saben explicar estas cosas mejor que yo a través de su música inspirada.
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