Recorro las calles empedradas y no me encuentro a nadie. Es como si se hubiera difundido la noticia de que el virus de la soledad está rondando por el pueblo. Veo humo en algunas chimeneas de casas antiguas. Abundan los nidos de cigüeña en abetos, tejados y espadañas. El cielo cubierto intensifica el sentimiento de tristeza, que –como dicen los poetas y músicos– es de un color azul cobalto. Enfundado en una chaqueta térmica, también azul, recorro los rostros, también tristes, de los ancianos que he dejado en la residencia de mayores. Acumulan ochenta, novena y casi cien años de melancolía. A muchos les bailan los recuerdos y las palabras, sus conexiones neuronales los retrotraen a la infancia. Se acuerdan mejor de la tabla de multiplicar que aprendieron en la escuela infantil que de lo que acaban de comer a mediodía. Es difícil entablar una conversación con los más sordos. El ruido ambiental de voces y televisiones complica aún más el intercambio. Ver a personas que hace unos años exhibían una salud pletórica enganchadas ahora a una silla de ruedas deja jirones en el alma. Pasan las horas y no sucede nada, excepto el desfile continuo de recuerdos y los silencios interminables. Hay días en los que parece que la vida solo tiene una cara, la de la soledad. Algunos expertos dicen que esta es la epidemia silenciosa del siglo XXI. Tengo motivos para pensar que así es.
Se lo he oído a más de uno: “¡Qué triste es llegar a viejo!”. No sirven de mucho las invitaciones a alegrar la cara ni la respuesta tópica: “¡Más triste es no llegar!”. Es verdad que hay personas ancianas encantadoras, que destilan serenidad y alegría, paciencia y esperanza. Pero quizás abundan más las que, derrotadas por enfermedades crónicas o por una soledad incurable, se muestran irascibles, ansiosas y hasta impertinentes. No todo el mundo tiene las actitudes y capacidades necesarias para acompañar a las personas mayores. Hace falta aceptar con lucidez los propios límites para lidiar con los límites ajenos. De lo contrario, estallan los malos modos. Cada anciano decrépito anticipa nuestra propia decrepitud. Por eso, abundan las personas que no toleran tratar con ancianos. Se sienten confrontados con sus propios límites. Prefieren estirar la juventud hasta extremos inverosímiles. Una boca babeando o una frase incoherente no son las mejores invitaciones a entrar en la última etapa de la vida. La publicidad nos vende tantos cuerpos perfectos que a duras penas aceptamos que una cara se arrugue y una columna vertebral se doble. La publicidad nos quiere eternamente jóvenes. Todo lo que anuncia son elixires para no llegar nunca a viejos. Por eso, la publicidad es una mentira socialmente tolerada.
No sé si me hace bien pensar estas cosas mientras recorro las calles solitarias, pero no puedo cerrar los ojos a la rueda de la vida. Quizás algún día me vea en una situación semejante. No me gustaría que me trataran con desdén o como si fuera un niño inexperto o un demente senil. Si de verdad es triste llegar a viejo, más triste es no saber relacionarnos con los ancianos. Hay culturas en las que todavía los ancianos son un tesoro venerado. Para las culturas occidentales, un anciano es a menudo un estorbo, por más que se aprueben leyes de dependencia. Una cultura que tiene problemas para hacerse cargo de los niños y de los ancianos, que promulga leyes para favorecer el aborto y la eutanasia, es una cultura con los años contados. No se puede luchar contra la vida o entender por vida solo lo que nos sucede entre los 10 y los 70 años. La vida es todo el arco del misterio humano, con sus zonas luminosas y sombrías, sus destellos de fuerza y creatividad y sus ocasos de fragilidad e impertinencia. Dios, “el amigo de la vida”, nos quiere siempre, no solo cuando exhibimos un rostro luminoso y presumimos de fuerza. Dar gloria a Dios significa querer que todos sus hijos e hijas vivan con la dignidad que les corresponde desde el principio hasta el final. Como en la vida de Jesús, en toda vida humana hay misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos. No se puede prescindir arbitrariamente de ninguno. Todos forman parte del tremendo y fascinante rosario de la vida.
Ha caído ya la noche cuando apresuro los pasos hacia la inmensa iglesia de piedra. Le confío mis pensamientos y también mis cuitas al Único que no juega con nuestra pequeñez ni se ríe de nuestra fragilidad porque la ha asumido hasta sus últimas consecuencias.
Ha caído ya la noche cuando apresuro los pasos hacia la inmensa iglesia de piedra. Le confío mis pensamientos y también mis cuitas al Único que no juega con nuestra pequeñez ni se ríe de nuestra fragilidad porque la ha asumido hasta sus últimas consecuencias.
Enhorabuena por esta reflexión que plasma la realidad de hoy. Trabajo, profesionalmente, con mayores y lo has reflejado a la perfección. Tienen mucho que decir, lo que necesitan son personas que escuchen y acojan las historias, a veces ya contadas. Gracias
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