Estoy hospedado en una casa de retiros que dispone de todas las comodidades. Parece más un hotel que un centro de espiritualidad. Quizás por eso se me hace más doloroso leer las declaraciones de Philip Alston, el relator de la ONU que ha visitado seis comunidades autónomas españolas y ha evaluado la desigualdad en el país. Este australiano afincado en los Estados Unidos ha hablado sin pelos en la lengua. Acusa a la clase política de no prestar la suficiente atención a los más vulnerables; más aún, de haberles fallado. Las cifras son contundentes y no se pueden maquillar con logros en otros campos. Según un informe de 2018, el 26,1% de la población en España, y el 29,5% de los niños, se encontraban en riesgo de pobreza o exclusión social. Más de la mitad de la población española tenía dificultades para llegar a fin de mes y el 5,4% experimentó privación material severa. Alston ha insistido también en que los niveles de pobreza no se corresponden con el nivel económico de España. Sus palabras son claras: “España es el cuarto país más rico de la Unión Europea. Se puede permitir hacer mucho y hacerlo mejor, si quiere, pero ha decidido no hacerlo”. Además, la tasa de desempleo (13,7%) representa más del doble de la media de la UE. Cuando uno vive bien tiende a no prestar demasiada atención a aquellos datos que cuestionan su bienestar, pero ¿se pueden cerrar los ojos ante una realidad sangrante?
El jueves por la tarde me di un paseo por la calle Serrano de Madrid, por la llamada “milla de oro”. Entré un momento en la iglesia de los jesuitas y luego contemplé las tiendas de lujo y el tipo de gente que paseaba por las enormes y bien cuidadas aceras. Ayer viernes hice algo parecido por la Gran Vía, la Puerta del Sol y la calle Alcalá. Es verdad que vi a algunos hombres y mujeres sintecho (o “en situación de calle”, como se suele decir en Latinoamérica), pero la mayoría vestía bien e inundaba los comercios que todavía anunciaban rebajas. Si tuviera que juzgar la situación de España por lo que vi en esas calles del centro de Madrid, la conclusión sería que se vive en un país rico, atractivo y muy vital. Pero sé muy bien que esa no es toda la realidad. El juicio de Alston viene a confirmarlo. Hay un número alto de ciudadanos que viven en condiciones muy precarias. Si los gobiernos abrieran los ojos y tomaran en serio esta situación se podría reducir drásticamente el nivel de pobreza porque recursos hay de sobra. Pero, una vez más, los “intereses” sectoriales priman sobre los “valores” de justicia y solidaridad. Siempre hay dinero para lo que se quiere (en general para todo lo que puede tener réditos electorales inmediatos) y falta para lo que no interesa.
Es verdad que la Iglesia, a través de sus múltiples personas e instituciones, está haciendo una labor ingente en el campo de la ayuda social, pero no es bastante. Cáritas sigue contando con la admiración de la mayoría, pero su labor es una gota de agua en el desierto de la indigencia. Hay que pasar de la ayuda a la denuncia abierta, aunque esto suponga perder privilegios históricos o incluso derechos reconocidos por la legislación vigente. No es posible que el país siga derrochando millones de euros en obras no siempre necesarias, fastos de diverso tipo, y una parte significativa de la población viva en riesgo de pobreza o de exclusión social. Si el compromiso cristiano no llega hasta aquí, acabará siendo solo testimonial. La caridad cristiana es también una caridad política. No renuncia a las ayudas en caso de necesidad, pero, sobre todo, cuestiona el sistema que condena a tantas personas a vivir excluidas y a las instituciones públicas que lo permiten. Es probable que las declaraciones de Alston sienten mal a muchos, incluyendo algunos eclesiásticos, pero es necesario que una voz de fuera nos diga lo que no nos gusta oír.
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