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sábado, 1 de febrero de 2020

Semillas de vida

Febrero empieza para mí con la memoria de los Beatos Mártires Claretianos, una conmemoración litúrgica que, tras la debida autorización de la Santa Sede, comenzó el año pasado. En un día como hoy recordamos conjuntamente a los 184 claretianos mártires (de los más de 270 asesinados a causa de su fe) que la Iglesia ha canonizado hasta ahora: los 51 mártires de Barbastro  (25 de octubre de 1992); el P. Andrés Solá Molist, mártir de la persecución religiosa en México (20 de noviembre de 2005); los 23 mártires de Sigüenza, Fernán Caballero y Tarragona (13 de octubre de 2013) y los 109 mártires de Cervera y otras comunidades claretianas de España (22 de octubre de 2017). En varias ocasiones he escrito en este Rincón acerca de nuestros mártires y del significado que tienen hoy para nosotros. No se trata de un asunto del pasado remoto o del pasado reciente. En nuestros días se siguen produciendo muchas persecuciones y asesinatos por causa de la fe en Cristo en varias partes del mundo. Por lo general, a los grandes grupos internacionales de comunicación no les interesa mucho destacar estas noticias. Sin embargo, los cristianos no podemos permanecer callados. No se trata de excitar sentimientos de odio o venganza, sino de acompañar a nuestros hermanos en la fe que sufren. Por eso hoy, más que pensar en los claretianos ya beatificados, pienso en los que siguen siendo perseguidos en Corea del Norte, Afganistán, Nigeria, Somalia, Libia, Paquistán, etc. ¿Llegará un día en que alcancemos el pleno respeto a las creencias de cada persona?

Esta mañana, durante el desayuno, recordábamos el caso de uno de los 51 mártires de Barbastro, cuya peripecia se cuenta con mucha fidelidad en la película Un Dios prohibido. Se trataba de Salvador Pigem, uno de los jóvenes a los que un miliciano le ofreció liberarlo en recuerdo de la ayuda que había recibido por parte de su familia. Salvador puso una condición: aceptaba el ofrecimiento si también eran liberados todos sus compañeros. El miliciano se opuso. Salvador permaneció con el grupo. Fue asesinado con el resto de los miembros de la comunidad. En tiempos tan individualistas como los que vivimos hoy cuesta entender que alguien rechace la libertad. No se trata de una decisión irresponsable. Es el fruto de una trayectoria vital. Lo admirable de los mártires de Barbastro –como de todos los demás– es que el martirio no fue un mero accidente, sino el fruto maduro de una existencia forjada en los valores del Evangelio: la fe y la confianza en Dios, el significado de dar la vida y de no retenerla, la pasión misionera, la preocupación por los obreros y la causa social, la devoción al Corazón de María, la fuerza de la Eucaristía, la comunidad como lugar de encuentro con Jesús, el poder de la oración, etc. Son estas semillas las que, con la gracia de Dios, produjeron los frutos del martirio. Sin ellas, no hubiera sido imaginable.

Solo crece y madura lo que se siembra a su debido tiempo en el terreno adecuado. ¿Cuáles son las semillas que los padres, educadores y formadores de hoy sembramos en los niños y jóvenes? Es verdad que las circunstancias externas influyen mucho, pero lo que determina nuestro futuro son los valores que desde niños hemos recibido. Si en casa percibimos indiferencia, competitividad, violencia, individualismo, etc., podemos imaginar qué tipo de frutos se cosecharán en el futuro. Por el contrario, si sembramos (no si imponemos) fe, confianza, amor, entrega, disciplina, alegría, curiosidad, respeto, tolerancia, apertura…, lo normal es que estas semillas produzcan frutos de madurez humana y espiritual. Naturalmente, los procesos humanos no son automáticos. Es esencial el uso de nuestra libertad personal. Pero, cada vez me parece más claro que, si en la infancia y adolescencia se comparten valores positivos (semillas de vida), tarde o temprano, acabarán produciendo fruto. A veces –es verdad– la cosecha se retrasa mucho por las vicisitudes de la vida. Puede que en algunos casos las semillas se echen a perder sofocadas por las crisis y las “malas hierbas”. Incluso en esos casos, la vida acaba siempre triunfando. Es la lección que recojo hoy de nuestros mártires. A los ojos del mundo de entonces, fueron unos perdedores, jóvenes ingenuos, víctimas de una violencia irracional. Hoy los veneramos como modelos e intercesores. Lo auténtico nunca se pierde, aunque necesitemos tiempo para descubrirlo y valorarlo.

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