No me gustan los lugares en los que no se puede expresar la propia opinión. Sé de lo que hablo
porque en algún país he sido interrogado por el simple hecho de llevar una pequeña impresora
en mi maleta. En otros no he podido acceder libremente a Internet y, por tanto,
no me ha sido posible enviar correos electrónicos o colgar las entradas diarias
de este blog. Estas cosas siguen sucediendo en el siglo XXI. Por eso valoro
tanto los países en los cuales es posible expresar las propias ideas sin ser juzgado
o detenido por ello. Sin opinión púbica no hay democracia. Entre las varias
condiciones necesarias para ejercerla, una de ellas es la libertad de
expresión. Hoy se considera un derecho inalienable, aunque no absoluto. Según
el artículo 19 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos, propiciado por la ONU, el
ejercicio de estos derechos conlleva “deberes y responsabilidades especiales” y
“por lo tanto, estar sujeto a ciertas restricciones” cuando sea necesario “para
respetar los derechos o la reputación de otros” o “para la protección de la
seguridad nacional o del orden público o de la salud o la moral públicas”. Abundan
los casos actuales en los cuales no sabemos dónde están los límites. Algunos
saltan a los medios de comunicación por su impacto social o porque han sido objeto
de sentencias judiciales; la mayoría quedan restringidos al ámbito en el que se
producen.
Siempre ha
existido opinión
pública, incluso en lugares y tiempos en los que ha sido perseguida. Por
opinión pública se suele entender la valoración realizada o expresada por una
comunidad social, más o menos numerosa, acerca de un asunto que afecta a la
mayoría. A las medios tradicionales de expresarla (manifestaciones callejeras, difusión
de libros y periódicos, etc.), se unen hoy las poderosas redes sociales. En
pocos minutos un asunto puede convertirse en trendic topic. Cualquiera de nosotros puede ser un public opinion maker o un influencer, por utilizar dos expresiones
inglesas referidas a quienes tienen la capacidad de influir en los demás y
crear opinión. Cualquiera puede abrir una cuenta en las redes sociales o dejar
sus mensajes, más o menos tóxicos, en los millones de foros abiertos sobre
cualquier cuestión. Aquí es donde saltan las alarmas. Hoy, protegidos por el relativo anonimato de la red, se puede
decir cualquier cosa y se puede insultar o difamar sin límites. Basta acercarse
a la sección de comentarios que muchos periódicos abren al final de los artículos
de opinión. Cuesta encontrar intervenciones sensatas que se atengan al tema del
artículo y que expresen con suficiente conocimiento de causa y corrección el
propio punto de vista. La mayoría son exabruptos, desahogos, ataques personales
e intervenciones que no tienen nada que ver con el asunto tratado en el
artículo. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, muchos foreros se
lanzan a despotricar contra todo bicho viviente. El “y tú más” parece ser la
única norma vigente en estas batallas digitales.
¿Por qué Internet
se ha convertido en una inmensa cloaca por la que navegan las peores cosas de
la humanidad? ¿Por qué necesitamos refugiarnos en el anonimato para decir lo
que pensamos sobre un asunto? Una vez más se comprueba que todo adelanto técnico
tiene siempre dos caras: la del progreso y la del retroceso. Internet es un
espacio maravilloso en el que se puede acceder a un sinfín de información y es
también un estercolero que pone al alcance de un click lo más abyecto de la especie humana. Quienes navegamos por
sus aguas con más o menos asiduidad y fortuna tenemos que ser conscientes de
esta ambigüedad, tomar algunas precauciones, practicar un periódico ayuno
digital y, en cualquier caso, relativizar con sentido del humor lo que Internet
nos proporciona. Personalmente, no tengo problemas en encajar las críticas,
pero me duelen los insultos y no tolero las calumnias. En los últimos meses
abundan mucho con respecto al papa Francisco. La red aguanta todo. Es un
verdadero espejo para saber cómo somos. Dime lo que escribes y te diré quién
eres, qué buscas, qué escondes, qué te duele. Necesitaremos años para
adiestrarnos a navegar por este mar proceloso con algunas normas mínimas de
respeto y humanidad.
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