Hablar con otras personas nos hace bien. Cuando compartimos un problema, éste pierde algo de su negatividad. Si hacemos partícipes a otros de una alegría, ésta se multiplica. Son los milagros de la comunicación. Quienes se adiestran en este arte exorcizan sus demonios cotidianos y se cargan de energía positiva. Pero no siempre es fácil ponerse en la onda de otra persona, interpretar su momento vital y acoger su misterio. Sin querer, podemos banalizarlo o pasarlo por alto. Tampoco es fácil compartir lo que uno vive. Incluso cuando este ejercicio se da en un clima de confianza, no son muchas las personas que saben escuchar, respetar, acoger y apoyar. En toda comunicación humana hay una brecha infranqueable, algo que nos impide la perfecta comunión con otra persona. Esto sucede entre cónyuges, padres e hijos, hermanos y amigos. Llega un momento en el que uno cae en la cuenta de que solo Dios se hace cargo de nuestra vida. Solo Él entra en el hondón de nuestra alma, comprende nuestras soledades, enjuga nuestras lágrimas, cura nuestras heridas, se alegra con nuestros éxitos, dilata nuestras alegrías y mantiene viva nuestra esperanza.
Con el
paso del tiempo, esta experiencia se hace cada vez más intensa. Por eso,
necesitamos hacer nuestro el Nada
te turbe teresiano. Cuando uno de nosotros, empujado por la fuerza de la
vida, cae en la cuenta de que “quien a Dios tiene, nada le falta” porque “solo
Dios basta”, entonces, suceda lo que suceda, haga frío o calor, vengan éxitos o
fracasos, soledades o compañías, uno se mantiene incólume. La seguridad en la
vida no depende de lo que uno pueda conseguir con sus fuerzas o de la racha de
la fortuna, sino del hecho de que Dios toma nuestra vida en sus manos, se hace
cargo de ella como ningún ser humano puede hacerlo y nos mantiene firmes. No es
necesario que le contemos nada porque Él lo sabe todo. Con el salmista podemos
decir: “Señor, tú me sondeas y me conoces; / me conoces cuando me siento o me
levanto, / de lejos penetras mis pensamientos; / distingues mi camino y mi
descanso, / todas mis sendas te son familiares” (Sal 138,1-3). ¡Qué descanso saber
que Alguien nos entiende sin necesidad de contar con pelos y señales lo que nos
pasa! El conocimiento de Dios no se parece al del curioso y menos al del espía.
Dios conoce amando. Solo quien ama como Él puede llegar hasta el fondo, hacerse
cargo del conjunto de nuestra vida sin necesidad de hurgar en ella.
Conozco algunas personas
que buscan compulsivamente ser queridas. Por diversas razones, se sienten
rechazadas o, por lo menos, orilladas. Algunas llegan a preguntarse qué sentido
tiene seguir viviendo si nadie se fija en ellas con el detenimiento propio del
amor. A veces son usadas, pero nunca queridas. Pueden ser hasta admiradas, pero
una cosa es la admiración y otra muy diferente el amor. ¿Cómo hacerles ver que
ningún ser humano está en condiciones de colmar otro corazón? En el mejor de los
casos, podemos reflejar el amor de Dios, pero nunca podemos sustituirlo. Conviene
comprender esto cuanto antes para no encaminarnos por sendas equivocadas, para
dirigir nuestros pasos hacia Aquel que nos hizo para Él. Por eso, nuestro
corazón siempre estará inquieto, ansioso, expectante, hasta que no descanse
plenamente en Él.
Parece que he comenzado
el mes de octubre demasiado “místico”. Será porque es el mes de las Teresas.
Hoy celebramos la memoria de Santa Teresita del Niño
Jesús y el próximo día 15 la fiesta de Santa Teresa de Ávila.
Por si nos faltaran motivos, dentro de un par de semanas se celebrará aquí en Roma
la canonización de los beatos Pablo VI y Oscar Arnulfo Romero. Los dos son
figuras de primer orden. Y del 3 al 28 (casi todo el mes), tendremos el Sínodo sobre “Los
jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”. En fin, que no van a faltar
temas para este mes otoñal.
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